miércoles, 29 de agosto de 2012

AMOR

Dice Moni que cuando se ve en los vídeos de mi diminuta Harinezumi se da cuenta de que tiene la cara, la expresión, de una persona enamorada. Y creo que esa es la cuestión. Si se fijan ustedes bien se darán cuenta de que estamos llenos de amor.

Supongo que por eso nos gusta la India, porque nos gusta la versión que nos ofrece de nosotros mismos. Más conectados a nuestra parte humana, a nuestras emociones.

La música, escalofriante, del amigo Antony (and the Johnsons), Rapture, incluida en su nuevo disco "Cut the world", grabado con la Orquesta Nacional de Cámara de Dinamarca. Una maravilla.

RAPTURE

domingo, 26 de agosto de 2012

DESPEDIDAS


27 de agosto.

Nos vuelve a suceder lo que en el viaje de ida. Se supone que tenemos que llegar a las cinco de la madrugada a Calcuta. A eso de las cuatro y media un indio me despierta. Hemos llegado. Coño. Ya se ha bajado todo el tren menos nosotros, jaja. Menos mal que es la última estación. De nuevo vamos despertando y recogiendo a todos los niños y caminamos todos como zombis por la estación. Dejá vu. Es todo tan surrealista y estamos tan cansados que la despedida no nos hace sangrar mucho. Los niños se montan en sus furgonetas y se van. El Brother nos ha dejado una para nosotros. No decimos una palabra. Jesús y Blanca se bajan en Sudder y los demás en el Sunflower.

Así que ahí estamos los cuatro, en el hotel a las cinco de la mañana. Sin hacer ruido, subimos las escaleras hasta el quinto piso. Despertamos al encargado. Nos dice que no hay habitaciones disponibles hasta las nueve de la mañana. Toma. Nos miramos con caras de tontos –también es lo que tiene estar medio dormidos-. Le preguntamos si podemos descansar mientras tanto en el salón de la tercera planta. No problemo. Nos encajamos en unos sofás diminutos e incomodísimos y nos quedamos fritos. Bueno, yo no duermo mucho ni bien, pero al menos me sirve de descanso. Me espanta lo jodidamente mal que huelo (sigo con la camisa y el bañador con el que me fui a la playa hace veinte horas). 


Algo antes de las nueve nos consiguen dos habitaciones. Moni y Karme siguen en la que estaban y a mí me dan una habitación individual chiquitita pero que tampoco está mal. La ducha es un momento maravilloso. Aprovecho para lavar la camiseta con la que me comeré el viaje de vuelta. Llevo unos días haciendo malabares con la ropa porque como regalé un montón de camisetas a Antonio y a los niños, solo me quedan dos (más la camisa maloliente) y dos pantalones. Me tomo mi ratito de relax bajo el ventilador y me voy con las chicas a desayunar.

Se acabó la alegría. Nuestras caras ya no tienen nada que ver con lo que han sido todos estos días. Hablamos y hablamos de lo bonito que ha sido todo, de lo difícil que es transmitirlo a alguien que no lo ha vivido, hablamos de lo duro que será retomar las rutinas (bueno, para mí será bastante distinto porque acabo una aventura y comienzo otra más gorda). Algunos ojos están bastante empañados. Nos consolamos los unos a los otros, nos agarramos las manos, nos damos abrazos. Aunque no hace frío, nos damos un poquito de calor. Expresamos lo afortunados que nos sentimos por haber vivido todo esto juntos. Lo abatidos por tener que irnos ya. Tristeza y alegría en una combinación bastante equilibrada. Y mucha emoción contenida. Nos estamos sentados allí, en Raj’s, más de dos horas. Encerramos el tiempo en una capsulita. Reloj, no marques las horas, por favor, reloj, por favor... No nos hemos ido aún y ya echamos de menos todo esto. Uf. Qué momento tan hermoso. Y tan triste. Qué mierda. (Jajaja).

Nos sacudimos de encima las emociones y nos vamos a dar una vuelta y hacer las últimas compras. Nos encontramos a Antonio. Abrazos y alegría. No para de contarnos cosas con las manos y con los ojos. Nos invita a un té. Coño, Antonio, que acabamos de desayunar. Es que le hace ilusión. Vale, nos tomamos el té. Nos vamos al New Market, a ver a Pinku. Mientras llega, nos ponen un té. Coño, que nos acabamos de tomar uno. Pero no les vamos a hacer el feo, ya que lo han traído. Venga. Llega Pinku y nos sirve otro té. Coño, Pinku, que me sale ya por las orejas. Pero es que hay que brindar y tal. Ag. Vale. El tercer té en un cuarto de hora. Total, qué más da, es mi último día, vamos a darlo todo.
Echamos la mañana en New Market. La mayoría de los puestos están cerrados por ser domingo pero vamos al de las especias –un clásico- y nos llevamos un cargamento. En mi caso, toca jengibre y ajo en polvo.

De ahí a la librería Oxford, esa librería con encanto. Acabo comprándome el libro que no me compré el año pasado (y Malena sí). Pesa lo suyo.

Nos vamos al barrio. Las chicas no tienen hambre sino todo lo contrario y solo se comen unas samosas y un yogur, pero Antonio y yo nos ponemos las botas: además de las samosas y el yogur, compramos, arroz, pan y carne en dos puestos distintos, nos sentamos en el sitio de los yogures y disfrutamos como niños. Todo buenísimo.

Yo me voy a imprimir mi billete para mañana y a leer un poco los periódicos mientras las chicas se van al Jojo’s, que tiene wi-fi, a hacer las cosas raras esas que hace la gente con los teléfonos.

Llega la hora de volver al hotel. Maite coge la maleta y la mochila y se mete en un taxi. No le hace ni puta gracia, lo dice su mirada y su lenguaje corporal. No hablamos gran cosa. Creo que algún día se quedará aquí. Moni, Karmela y yo permanecemos un rato agarrados en mitad de la calle. Como huérfanos. Qué mierda de día.

Y yo me vengo a escribir un día más. Sé que es imposible describir todo lo que pasa aquí. Como dije antes, ese fue uno de los temas de conversación del momento desayuno. Sin embargo, tengo alma de narrador y sé que una parte de la vivencia llega al lector. Al lector al que le interesa, claro, porque el narrador solo hace la mitad del trabajo, la otra mitad le corresponde al receptor. A veces siento que tengo que describir los colores usando una película en blanco y negro. Pero algo llega.

Y luego están las cosas que este jodido narrador se calla, claro, porque tampoco se puede contar todo, así que ustedes no sabrán quién tuvo sexo con quién, ni quién se cagó encima (y dos veces, para más inri), o qué persona estuvo registrada en dos hoteles al mismo tiempo y dormía en una habitación o en otra según le apeteciera, ni sabrán a qué pobre ser humano, que salía del servicio, le vomitó encima (realmente encima) una señora. O quién se vuelve a casa con piojos. Tampoco conocerán las broncas, los sapos y culebras, quién no soportaba a quién, quién mandó a tomar por el culo a quién y todas esas cosas, ni quiénes, cuándo, dónde y por qué tuvieron sus crisis de llanto, no se vayan a creer ustedes que esto de la India es de color de rosa. O de color de curry. No qué va, la convivencia no siempre es fácil y hay días bien jodidos, en lo físico y en lo mental.

En fin, eso, que siempre hay cosas que tiene uno que guardarse en la manga.

Ahora estoy aquí, en mi cuartucho, con el ventilador haciendo el Apocalypse Now sobre mi cabeza. Mañana a las cuatro y media de la madrugada (agggg) cogeré el taxi que me llevará al aeropuerto. Y de allí a Delhi. Y de allí a Milán. Y de allí a Madrid. Y de allí a Salamanca.
Cuando el martes me despierte en mi casa –más muerto que vivo- el suelo se estará moviendo bajo mis pies.
Y tendré un par de días para preparar mi salto al vacío.

EL VIAJE A CALCUTA

25 de agosto.

Esto toda a su fin, señores. En un ratito hay que echar la persiana y esperar otro año. Nuestras caras empiezan a expresarlo a gritos, aunque no digamos nada. Me temo que he dormido poco y mal. A las siete de la mañana Maite y yo ya tenemos el equipaje preparado. Allá abajo aún no ha aparecido el de los desayunos. Me hago una ronda por las habitaciones. Los niños están prácticamente listos, así que bajamos sus equipajes a una de las habitaciones de las niñas. En la otra, colocamos el equipaje de ellas. Hay un rato de vaivén bastante frenético, en plan hormigas yendo de un lado a otro.

Hoy, la diarrea ha saltado de Blanca a Jesús, que ha pasado noche toledana, así que se incorpora un poquito más tarde. Vamos desayunando. Todo con calma, que tenemos todo el día por delante. Para cuando acabamos y estamos listos ya son las nueve. Me cojo por banda a los chicos y unos balones y nos vamos a la playa. El cielo está oscurito pero no acaba de decidirse del todo a llover. Menos mal, porque no tenemos plan B. Los muchachos corren, saltan, se ríen y disfrutan como si fuera el último día de su vida. Como deberíamos hacer siempre, vamos. Me planto allí –de vigilante de la playa, que dice Moni- y me dejo fascinar por tanta alegría en estado puro, sin adulterar. Intento no mojarme pero acabo con el bañador y la camisa mojados. Da igual, ya se secarán. Moni y Karmela se han sentado en la playa y están con un grupo haciendo cometas pequeñitas con hilos de colores. Maite también está hipnotizada, junto a la orilla, viendo cómo disfrutan nuestros pequeños. Porque en estos momentos son nuestros y de nadie más. Me escapo un rato a Internet y cuelgo algunas entradas.

Los niños se van duchando poco a poco, los niños en una habitación y las niñas en la otra. Los niños son más (13 vs. 8) pero acaban antes, en eso la India es como todos los sitios del mundo. Nos los vamos llevando al restaurante –Pink House- en tandas. Hoy toca comer noodles, para romper un poco la rutina. Están bien buenos (y las pakoras que nos pedimos de acompañamiento están de muerte).

Por cierto, los voluntarios pagamos por estos cuatro días y tres noches, incluyendo hotel y comidas, unas 2000 rupias (apenas 30 euros). Nada mal.

Después de comer hacemos un poco de tiempo. Un grupo de niños se ha ido con un amigo de Jesús a dar una vuelta por la playa y por un momento se me hace un nudo en el estómago porque no los encuentro. Luego aparecen y la sangre vuelve a circular de nuevo.

Nos damos un paseo (los seis voluntarios y los 21 niños) hacia el templo de Jaganath. Después de un rato de camino, nos damos cuenta de que en realidad está en el quinto pino y acabamos montados en dos rickshaws. Sí, en dos, la cuenta da a 13,5 personas por rickshaw, no pregunten cómo coño es posible, paso de intentar describirlo. La media persona quizás fuera yo porque tenía apoyado un trocito de culo y el resto del cuerpo fuera, pero ya saben ustedes que a mí estas cosas me motivan mucho. Me siento Indiana Jones. O su padre, depende del momento.

Llegamos al templo, que viene a ser como todos los templos. Y allí donde hay un templo siempre hay mercaderes. Nada nuevo. No podemos entrar porque es solo para hinduistas, así que aunque a alguna niña le hubiera apetecido pasar, se tuvo que quedar con las ganas porque no la íbamos a dejar entrar sola, como es natural. Nos damos una vuelta por los interesantes alrededores, bulliciosos, malolientes (cosas de las numerosas vacas) y con mucho encanto.


Nos cogemos otros dos ricks de vuelta (de nuevo, 13,5 personas por vehículo) y nos plantamos en el hotel. Nos sobra como una hora de no hacer nada. Compramos como 100 rebanadas de pan para untar Nutella cuando estemos en el tren. Los niños andan por ahí tirados cada uno a su bola. Unos cuantos juegan con globos. Comienza a diluviar con toda su alma. Truenos y relámpagos. Hemos quedado con el autobús a eso de las seis pero aparece como media hora tarde, cuando el Brother –que es muy cagaprisas, todo hay que decirlo- empezaba ya a subirse por las paredes.

Llegamos al tren como con hora y pico de antelación. Blanca y yo estamos en un vagón con cinco niños cada uno. El resto andan por ahí dispersos. Me gusta mucho ese rato un poco caótico de ir colocando a todos los niños en su sitio, ayudarles a acomodarse y comprobar que están bien.

Hacemos, cómo no, una de nuestras indiadas (es que a veces es pa’ vernos, de verdad): Moni, Maite y Karmela compran en la estación comida para todos los niños. Un montón de bolsas llenas de arroz biryani. Los niños se lo comen. Cuando se lo han comido nos enteramos de que en este viaje la cena está incluida en el precio. Ole y ole. A eso de las nueve, los niños de nuestro vagón están todos fritos. Demasiadas emociones. Ni cena del tren, ni Nutella. Viva la pepa. Blanca se sienta con una familia india –de clase media tirando a alta- y se pasa unas horas rajando por los codos. Se lo pasa pipa. Me tomo un sándwich de Nutella y aprovecho para subirme a mi litera y leer un rato. No tardo mucho en quedarme frito yo también.

sábado, 25 de agosto de 2012

EL TEMPLO


24 de agosto.

El despertador suena a las siete y pilla a Maite profundamente dormida. A mí no porque a eso de las seis se me ha subido la bola y ya no me he podido volver a dormir. Me duele la espalda, que sigue roja fosforito. 

Ayer decidimos que después del desayuno dejaríamos a los niños toda la mañana para que puedan jugar en la playa a gusto. Así lo hacemos. No pega mucho el sol, está medio nublado. La prudencia me dice que no se me ocurra quitarme la camisa de manga larga que llevo puesta si no quiero acabar en el hospital con quemaduras de tercer grado. Me la quito. Solo un ratito, darme un chapuzón y me la vuelvo a poner, me digo. Tres horas después, más o menos, me la vuelvo a poner (a buenas horas). Tres horas de juegos, risas, y de ver disfrutar a los niños, algunos subidos en mi maltrecha espalda. Ay, qué dolor. No quiero ni imaginarlo.


Recogemos a los nenes, aunque a algunos hay que sacarlos de allí con grúa, nos duchamos (definitivamente lo de mi espalda es una tragedia) y volvemos a comer al Pink House. Ya sé que tiene nombre de puticlub, pero no es culpa de nadie. El thali nuestro de cada día, hoy acompañado de una bandejita de queso con una especie de guiso tomate que, curiosamente, sí que le gusta a Jesús. Sorpresa. Pongamos una cruz en el calendario. 

A eso de las tres menos algo nos metemos en el autobús para ir a visitar el templo del Sol en Konarak. Nada más arrancar se pone a llover. Cuando llueve, el agua entra dentro y empapa los asientos que están junto a las ventanas. Vaya por dios.  Afortunadamente, para cuando llegamos ha dejado de llover y podemos disfrutar con calma de la visita del templo. Yo disfruto bastante porque está plagado de figuras montando numeritos del Kamasutra, algunas realmente explícitas (molan mucho los tríos). Los niños más mayores también se lo pasan pipa, por cierto.


Antes de volver a Puri nos damos un paseo por una playa de por allí. Muy relajante. Hoy el mar me pone melancólico. Luego se pone de nuevo a llover y salimos por patas.

Ya en el hotel, nos pasamos un buen rato en nuestra habitación Maite, Mónica, Karme y yo con cuatro niñas. Todos desparramados en la cama. Vemos fotos y vídeos, me ponen crema en la espalda y Karmela aprovecha para pegarse una ducha porque en su habitación hoy pasa algo con el agua. Todo sabe a despedida hoy. Mañana por la tarde nos metemos en un tren y de alguna manera todo se acabó. Ag. Nos damos cuenta (las tres emes: Moni, Maite y servidora) de que aquí y ahora (ASÍ) somos felices y ni necesitamos ni echamos de menos nada. 

Vale, la cena. Hoy el plan era cenar pescado y marisco en la playa, subidos en barcas, pero como sigue lloviendo activamos el plan B. Una vez más. Qué sería de nosotros sin planes B. Nos vamos al porche de un hotel abandonado que está pegado a la playa. Épico. Nos sentamos en el suelo y con cubos nos van sirviendo la comida en una especie de bandejas de corcho. Arroz, pescado frito, lentejas, gambas y unos enormes cangrejos. Comemos con las manos, como trogloditas, repetimos lo que nos da la gana de lo que nos da la gana. Todo está muy bueno, sabe como a de verdad. Nos ponemos ciegos (incluso Jesús, alabado sea dios y todo eso). La mala noticia es que Blanca ha vuelto a coger –con ganas- una buena diarrea y casi no se tiene ni de pie. Cuando las ganas de vomitar –al ver la comida- son ya demasiado grandes, se vuelve al hotel.

El resto del día no tiene mucha historia. Las chicas se pelean con el dueño para que nos dejen las habitaciones por la mañana (el check out es a las ocho) pero no hay manera, así que va a ser una verdadera movida porque queremos que aprovechen la mañana en la playa (les encanta tanto). Veremos qué nos inventamos.

Antes de dormir, mini reunión de nuevo en la habitación para descansar, hacer cuentas, ver fotos y vídeos y disfrutar de estar juntos. Aquí y ahora, como decía antes.

viernes, 24 de agosto de 2012

EL LAGO


23 de agosto.

El despertador de Maite suena a las siete. Nos pilla profundamente dormidos –y eso que ayer caímos antes de las once, fijo-. Tardamos un poquito en reaccionar. Supongo que estamos aún más cansados de lo que imaginamos. Hay niños que ya están desayunando por ahí abajo. No está mal desayunar escalonados, facilita las cosas a la cocina. Nos tomamos con el Brother un café con tostadas. Nos sabe rico.

A eso de las nueve viene un autobús a buscarnos. Uno de esos que me mola, viejo como de museo, todo hierros, una sola puerta (a la que va asomado el copiloto para dar instrucciones) y casi sin espacio para meter las piernas cuando te sientas. Los niños están muy ilusionados gracias a dos palabras: barcos y delfines, además, les ponen la tele y pa’ qué más. Nos vamos al lago Chilika. El viaje en la tartana es largo pero tranquilo. Casi dos horas viendo videos musicales indios. Hace falta estómago. A medida que va pasando el tiempo casi todo el mundo se va quedando dormido. Yo no, y no porque no tenga sueño. Demasiado incómodo.



Llegamos al embarcadero. Iremos en tres barcos, así que siete niños y dos voluntarios en cada. Yo viajo con Maite y también viene el Brother. El bote es cutre, una especie de barcaza larga y estrecha hecha casi con palos, con un trozo de lona en el centro bajo el que te puedes resguardar del sol y un motor en un extremo. Al cabo de un rato se hace incómodo. Nos pasamos un buen rato allí metidos. Sigue haciendo un calor de morirte. Nos paran en una islita para enseñarnos unos cangrejos (y de paso ver si nos pueden vender algo). Uf. Como que podemos seguir. Pasan las horas, monótonas y hace un calor que te mueres. Los chicos empiezan a quedarse dormidos. Se supone que vamos a ver delfines y por fin llegamos a la zona de los delfines. En fin, un show, vemos algunos lomitos brillantes aparecer y aparecer allá a lo lejos y ya hemos visto los delfines. Uf. Aún así, a los chicos les ha hecho ilusión. Volvemos a parar en una isla. Nos vuelven a enseñar cangrejos. Que si queremos. Que  no. Uf. Volvemos algo antes de las tres (con tres cuartos de hora de retraso) y los niños sin comer. 


Falta un bote. Mientras llega, van sirviendo la comida a los niños. Llega el bote. Es el de Mónica y Karmela. Su viaje ha sido un desastre porque el bote iba lento, hacía agua por todas partes y tenían que parar continuamente para achica, así que quieren que les devuelvan el dinero. La cosa acaba en bronca y nos devuelven 600 rupias (de las 1400 del viaje). Uf.

La comida en el embarcadero está buena y, aunque se nos ha hecho bastante tarde, la disfrutamos con humor. Hala. Viaje de vuelta en autobús. Los niños van cayendo fulminados. Los voluntarios también. Yo sigo sin encontrar la postura, así que me toca comerme otra tanda de videos musicales indios.

Entre viaje de bus y viaje de bote nos hemos metido una jupa como de siete horas y pico. Buena paliza. Los chicos están molidos pero todavía se dan otra sesión de playa –cortita, que es tarde-. Un niño de los chiquitines vomita al bajar del autobús y otro se encuentra mal.  Maite, Karme y yo encargamos la cena. Me hago una mini sesión de Internet y nos vamos con Moni a tomar un lassi (o un Lemon Ginger Honey, en mi caso). 

Nos vamos a cenar. Los chiquitines andan bastante tocados pero tiran adelante. Uno se queda dormido en el restaurante y el otro come una pizca. Me los llevo de vuelta al hotel –al dormido, en brazos-.

Qué cansancio. Los chicos van llegando y se meten en sus habitaciones. Ducha y colada. Descarga de fotos. Indiario. A eso de las diez y media ya no puedo con el pellejo.

PURI ON FIRE


22 de agosto.

El tren se suponía que llegaba a Puri a las seis de la mañana, así que puse una alarma a las seis menos cuarto, asumiendo que llegaría con el retraso habitual. Una hora, digamos. 
Pues estoy durmiendo plácidamente; bueno, agarrado con uñas y dientes a mi manta para no quedarme helado, porque, para colmo, duermo en la litera de arriba y el aire, que sale del techo, me pega de plano. Vale, decía que estoy durmiendo plácidamente cuando, de repente, escucho la voz de Jesús (no en el sentido cristiano de la expresión) diciendo Puri, Puri. Surrealista pa’ cagarte. Miro el reloj. Las cinco y media. Venga tío, no seas pesado, que todavía queda media hora. No, que estamos en Puri ya. WTF? Pues sí, el tren se detiene y llegamos a nuestro destino media hora antes de lo previsto. Chúpate esa.  
Así que, medio sobados, recogemos las cosas (de cualquier manera, en mi caso) y bajamos del tren. Bienvenidos. Un autobús nos recoge y nos lleva al hotel. Jesús activa el modo Jesús, como siempre, y sale corriendo como una búfala para reservarse la mejor habitación (una pena que no le llegue bien el agua). Vamos repartiendo a los muchachos. Niñas en el primer piso, niños en el tercero. Moni, Karme, Maite y yo en el segundo. 

Los niños ven un poco la playa (algunos se quedan a cuadros) mientras nos acercamos a una hora suficientemente civilizada como para que abran los chiringuitos y poder desayunar, que finalmente es como a las siete y pico. Nos preparan una especie de tortillas con cebolla y pan tostado. Y para los voluntarios también unos cafés con tostadas (mantequilla y mermelada). Tardan mazo porque las van haciendo una por una (y somos 21 + 7 = 28), pero la espera merece la pena. Ñam.

A partir de ahí, el desmadre. Todos a la playa. Hace calor. Pero mucho, aunque a la orilla no se nota tanto, claro. Hay que decir que el concepto playa –que ya da grima de por sí- en la India es bastante especialito. Aquí la gente no se tumba a tomar el sol (habría que ser gilipollas, ¿no? Jajaja), sino que van vestidos y se bañan vestidos. Todo es como infinitamente cutre y sucio, se cae a cachos, decir precario es quedarse corto. Además, puedes encontrarte caballos, camellos o monos. O un perro muerto en estado de descomposición. Aquí el mar no es azul, es marrón. No es coña.
Pero los niños se vuelven locos y disfrutan a tumba abierta, corren, saltan, chapotean, las olas los tiran por los suelos como si estuvieran jugando a los bolos, se revuelcan, se parten de la risa. Así toda la mañana. Lógicamente acabo agotado, quemado por el sol y con arena hasta en el culo, pero los chavales lo han pasado tan rematadamente bien que merece la pena. Y eso que un rato me siento a la sombra a descansar y escribir un poco y también me retiro un poquito antes para lavar ropa y ducharme.



Los chicos se duchan y se cambian y nos vamos a comer thali (arroz, verduritas y eso, lo que suelen comer todos los días) en un chiringuito junto a la playa y muy cerca del hotel, el Pink House. Es increíblemente increíble la cantidad de comida que se pueden meter en el cuerpo estos chavalitos. Mucho más que yo. La comida nos sabe rica a todos menos a Jesús. Nada nuevo. Nos damos un descanso. Relativo, porque al rato empiezan a aparecer chavales que salen y entran de mi habitación y acaba pareciendo una especie de salón de reuniones. Lo miran todo, lo tocan todo, lo preguntan todo, miran cómo escribo en el ordenador y se acurrucan junto a mí. Se quedan boquiabiertos cuando ven que tengo una tele en mi habitación y muchísimo más cuando les digo que no la enciendo nunca. Me lo paso pipa con ellos, son un encanto.



Nos damos una vuelta por la playa antes de cenar. Como anochece a toda velocidad (a eso de las seis empieza a verse regular), la vuelta se convierte en algo muy cortito. Hacemos un poco de tiempo para esperar a Jesús y Maite, que se han ido a reservar la cena (y nos están buscando por la playa, por cierto).

Los chicos se vuelven a poner morados, a arroz con verdura en este caso. Nosotros vamos de tranqui, vamos a pedir ensaladas de frutas, pero no hay fruta (ni zumos, ni lassis, ni batidos), así que decido probar la ensalada de cebolla. La experiencia es altamente gratificante: se trata de una cebolla en rodajas puesta encima de un plato con un trocito de limón un poco más grande que una uña. ¿No tendrán ustedes aceite? No. Vale. Me como, pues, una cebolla cruda a mordiscos para cenar. Hay que joderse.

Nos retiramos al hotel. Maite y yo estamos abrasados (y Jesús y Blanca más aún). Toca sesión intensiva de after sun. Maite se tumba en la cama y dura medio asalto. El espíritu del chino tronco sobrevuela la habitación por un momento. Escribo un poco y también se me funden los plomos. Me quedo dormido mientras escribo y luego me vuelvo a quedar dormido mientras el ordenador se apaga. Polvo eres.

jueves, 23 de agosto de 2012

EL VIAJE A PURI

21 de agosto.

Los seis del club de Puri desayunamos en un Blue Sky al que le falta su enorme puerta de cristal. Circula una leyenda -urbana- que dice que una mañana llegó Mikel de mal humor, le metió un trallazo a la puerta y la rompió en mil añicos. De hecho, de vez en cuando alguien se me acerca y me pregunta si es verdad.
Verán, es cierto que no siempre soy el tío más amable del mundo, es cierto que fui la última persona que tocó la puerta antes de que se rompiera y también es cierto que todo el mundo se me quedó mirando como diciendo “eres un asesino de puertas”, pero les aseguro que yo me encontraba en mitad del antro, a punto ya de sentarme en mi silla, a unos metros de la puerta, cuando esta hizo crack y se partió. No sé si fue una corriente de aire o un fenómeno paranormal. Sí les puedo garantizar que no tengo superpoderes, sobre todo porque no los emplearía con una puerta (no sé si arreglaría el mundo de la economía y de la política, pero la palabra carnicería pasaría a tener un nuevo significado).
Aclarado queda el suceso. Decía, pues, que los seis nos pusimos a desayunar en un Blue Sky sin puerta.

Vale, me he adelantado, volvamos a empezar. Recuerden que hoy nos tocaba hacer el check out en el hotel, así que dejamos libres las habitaciones y quedamos a las siete para dejar las maletas (las que se van a Puri por un lado y las que se quedan por otro). Les ponen unas etiquetitas y las meten en un diminuto cuarto que apesta de manera alarmante. Y es entonces cuando nos vamos a desayunar a un Blue Sky sin puerta.

A las ocho es hora de irse: Jesús y Blanca se van al cole, les toca llevarse a niños al dermatólogo; Moni y Karmela se van al cole, les toca llevarse a niños al dentista; Maite y yo nos vamos al Apollo Hospital para discutir con un cardiólogo pediatra el caso de una niñita de tres años, con síndrome de Down, que vive en Sunderbans. Padece una cardiopatía bastante seria y posiblemente necesite una operación a corazón abierto. Llevamos historial, pruebas y demás información y queremos saber si es viable, dado el alto riesgo.

Otro día de lluvia. No sé cuántos llevamos ya. Nos salimos de Sudder para coger un taxi. El taxista tiene pinta de no enterarse de nada, pero dice sí, sí, hospital. Nos dice que está a tomar por el culo (traducción libre del bengalí al español), lo cual es cierto, y que le tenemos que pagar también la vuelta. Me parece justo. El caso es que el tipo se empana y –tras casi una hora de viaje- nos lleva a un hospital que no es el que le hemos dicho. El tipo se lleva las manos a la cabeza y se queja amargamente diciendo que con el trabajo que le ha costado traernos donde le hemos mandado resulta que nos equivocamos –otra traducción libre del bengalí, que el tío no habla una palabra de inglés-. No sabemos si reírnos o llorar –una vez más-, pero a Maite se le va agotando la paciencia y se empieza a poner del hígado. Te hemos dicho Apollo, jodido garrulo, A-po-llo.
Puede ser que hayamos cogido al taxista más tonto de toda Calcuta (y desde luego, es la primera impresión), pero resulta también inquietantemente verosímil que, aunque tenga cara de tonto, nos haya tocado el auténtico listo que, haciéndose el despistado, se está currando un carretón bien currado. Maite se decanta por la segunda.

Sigue diluviando. Maite y yo apenas hablamos a lo largo del viaje (que es largo), arrellanados en el asiento, uno al lado del otro, y mirando cada uno por su ventana. Melancolía, supongo.
En un momento dado, el tío se para en mitad de la carretera, nos dice algo como one minute y sale pitando. Pausa para hacer alguna necesidad en la cuneta. Nos morimos de la risa con esta peña, de verdad.
A las diez menos algo llegamos, por fin, al famoso hospital. Ag. No me lo puedo creer. 280 rupias para el bote. Vamos de recepción a la sección de cardio. Allí nos dicen que los cardiólogos vienen lunes, miércoles y viernes. Y da la puta casualidad de que hoy es martes. Qué bien. La próxima vez llamamos antes por teléfono. O algo.
Salimos afuera con cara de tierra trágame. No para de llover. El taxista, que anda rondando por allí, nos ve salir y pone cara de que le ha tocado la lotería. Anda, coño, otra vez por aquí, fíjate tú lo pequeño que es el mundo, si queréis os llevo (traducción super libre, ¿eh?). Le decimos que ya nos ha tangado bastante y que nos volvemos en autobús. Si encontráramos alguno, claro. Vamos de acá para allá bajo la lluvia, preguntamos y nadie sabe decirnos dónde mierdas se coge un bus para ir a Esplanade. El taxista nos sigue rondando. Venga tíos, que os hago precio de amigo. Al final quedamos en que por 200 rupias nos lleva al cole. Vuelta la burra al trigo. Gen santa, qué mañanita. Le digo a Maite que hoy vamos a batir un record. No sé muy bien de qué, eso sí.

Llegamos al cole a eso de las once y media, es decir, hemos pasado casi tres horas y media metidos en un taxi. Lo flipo. Vemos un rato a los niños a la hora del almuerzo. Vemos un rato a la manager. Vemos un rato al Brother. El resto del tiempo lo pasamos tirados. A ratos en silencio, mirando cómo llueve. A ratos hablando. De hecho, empezamos a hacer balance de este año y a pensar en el que viene. Mañana perezosa y melancólica.
Vamos al comedor y volvemos a ver a los niños. Todo suena tanto a despedida –esta vez sí-. 


Esperamos un rato a ver si vienen los de los médicos. Al final comemos y los demás van llegando alrededor de las tres, cada uno con su odisea, como todos los días: que no nos querían parar los taxis, que si tuvimos que caminar con los niños bajo el aguacero, que si a dos niños les han sacado tres dientes y no han dicho ni mú (los pobres), que si me ha tocado ir a por medicamentos a no sé dónde. Y nosotros toda la mañana de relax.
A eso de las cuatro de la tarde el Brother manda a alguien a decirnos que son las cuatro, el tren sale a las nueve y nosotros todavía estamos ahí tan tranquilos, jaja. No es imposible que en cinco horas seamos capaces de volver a Calcuta, coger el equipaje y llegar a tiempo a la estación, supongo. Jua. Por si acaso, nos pone una furgo para llevarnos hasta la estación de metro. Me parto.

Blanca y yo nos bajamos en Kalighat porque quiere comprar pulseras, así que damos una vuelta y pululamos por los puestos. Blanca lo toca todo, lo pregunta todo, le sale la curiosidad por las orejas. Se lleva un cargamento de pijadas resultonas por menos de un euro. Pero se vuelve a poner a jarrear y nos retiramos de nuevo al metro. Ha sido divertido.

Me encuentro a Maite, Moni y Karme en Raj’s y nos vamos al hotel a recoger las mochilas. Mochilones, la verdad. Caminamos por Park Street, recogemos a Blanca y Jesús y buscamos la parada de autobús que nos lleve a la estación de Howrah. Sigue diluviando. Nos dicen dónde se coge y esperamos.
Bueno, a ver si consigo describir la cosa porque por mucho que uno lo cuente, si no estás allí… Seis personas tirando a grandes con seis grandes mochilas ocupan un espacio indiscutible, así que imaginen que pasa un bus, pequeño, viejo, con una sola puerta y lleno de gente hasta arriba y nos dicen que es ALLÍ donde hay que subirse para llegar a la estación. Van entrando las chicas a presión. Una, dos, venga, seguid, tres, empujad, por dios, el autobús arranca y empieza a moverse, Jesús y yo lo vamos siguiendo al trote, vamos Jesús, todo tuyo… consigue subir y meterse donde no hay sitio, el autobús empieza a coger velocidad, así que corro, salto, me agarro a las barras que están a ambos lados de la puerta y recorro una calle, así, con el cuerpo (y el mochilón) totalmente fuera del bus. El cobrador me mira bastante aterrorizado, no porque la cosa sea realmente peligrosa sino porque soy extranjero (ahora a este le pasa algo y se nos cae el pelo para el resto de nuestra vida). Me hace señas para decirme que me meta dentro. Me pregunto dónde. Una mera cuestión de física elemental. Tengo que decir que momentos como esos hacen que la vida merezca la pena (lo siento, mami, así es). Bueno, en un ratito, el interior del bus se comprime un poco más y se genera un pequeño espacio para mí. La mochila aterriza al lado del conductor, encima de la mochila de Jesús. Un viejecillo que está allí sentado las agarra para que no se caigan. Me parto con la cara de la peña, somos sardinas en lata y sudamos sin parar. Efecto sauna. Vaya show. El bus arranca brusco, frena brusco, nos estampamos a un lado y a otro, el cobrador se asoma por la puerta y va guiando al conductor en plan copiloto. Dale, frena, un poco a la derecha. Las chicas estrujan con las mochilas a la gente. Me parece un viaje realmente divertido, a pesar del sudadón.

Llegamos a la estación a las ocho y algo. El Brother ya está allí con los niños, que cuando nos ven llegar gritan como si hubieran metido gol o así. Risas y abrazos. La mayoría tienen entre ocho y diez años y se ve que no están acostumbrados a viajar porque les brillan mucho los ojos. Están como locos.
Encontramos el tren, buscamos el vagón que nos corresponde. En uno (el 10) están Maite, Mónica, Jesús, el Brother y seis niños. En otro (el 14) estamos Blanca, Karmela y yo con cinco niños cada uno. Vamos entrando y colocando a cada niño en su sitio. Es todo muy bonito, supongo que porque lo veo reflejado en sus caras. Hace un frío que pela –tenemos vagones con aire acondicionado y no se puede quitar-, así que encargamos mantas para todos. Queremos darles algo de cenar pero no pasa el servicio, no sé por qué, así que aprovechamos una pequeña parada en una estación para bajarnos unos cuantos a comprar patatas fritas y galletas.

Inciso. Muchas de las veces que les damos algo de comer a los chicos (por ejemplo, el día de la merienda) en lugar de comer se lo guardan. Siempre me ha parecido curioso. Les dices que compartan y lo hacen, pero siempre dejan como una parte escondida. Igual que las hormigas. Supongo que tienen que haber pasado mucha hambre para haber adquirido ese hábito (¿o es normal en un lugar como una casa escuela, por ejemplo? No sé). Así que antes de parar el tren en la estación aparecieron por allí galletas que se habían repartido en los médicos, por ejemplo y después de hacer las compras, algunas de las bolsitas desaparecieron bajo mantas, almohadas y demás.

Por mucho que lo intente sé que es imposible describir la ilusión y la alegría en las caras de los niños, en su lenguaje corporal y en sus cruces de miradas, así que ni lo intento.

DESCOMPRESIÓN

20 de agosto.
Me despierto algo antes de las ocho en un charco de sudor. Me siento bien, tengo la impresión de que a lo largo de la noche he echado todo lo que tenía que echar. Resurrección. Escribo otro rato, que ya es hora de ponerme al día.

A las nueve me encuentro con mi grupo. El club del Sunflower. Moni, Karmela, Chus, Pilar, Maite y yo desayunamos en Raj’s con toda la calma del mundo. Es un día de vuelta a la calma. Tranquis troncos. El tiempo pasa tranquilo. Afuera sigue lloviendo y lloviendo pero no me importa demasiado. A Moni le putea, pero no hay nada que hacer. Después de un buen rato de Internet, me voy con Chus y Pilar a dar una vuelta y hacer unas compras. A Chus le duró un minuto el paraguas que se compró el otro día, jaja, me parto, lo abrió y se quedó con el mango en la mano, así que pasa la mañana con su paraguas sin mango. Al final les echa la bronca a los del puesto donde lo compró y se pilla otro.

En New Market nos encontramos a Antonio y parte del grupo de voluntarios. Estamos un rato con ellos en el puesto de las especias. Compro alguna más. Más tarde nos encontramos con David y Lorena que parece que finalmente se animan a viajar porque ya se encuentran mejor. Yo, la verdad es que me encuentro bastante bien, no al cien por cien, pero sin problemas. Tan solo es como si mi estómago fuera un cuerpo extraño dentro de mi cuerpo. No es que me duela ni que esté revuelto sino que es como si no me perteneciera, no me manda señales, así que no tengo ni pizca de hambre. Aún así, como unos poquitos noodles, por si acaso.

Nos encontramos con la comunidad en el hotel. Descansamos. Aprovecho para escribir más (por fin voy al día) y descargar unas fotos. Está siendo un día de descompresión que necesitábamos urgentemente porque mañana habrá que ponerse de nuevo las pilas. Chus, Pilar, Natalia y Silvia vuelan a Goa a primera hora de la mañana, mientras que Jesús, Blanca, Maite, Karmela, Moni y yo madrugamos para ir al cole, que toca médicos. Luego, a las nueve de la noche cogeremos un tren que nos llevará a los seis, al Brother y a veinte niños a pasar unos días en la playa.

Arreglamos las cosas en el hotel: a las siete de la mañana dejamos libres las habitaciones y nos guardan las maletas. Ya tendremos preparado el equipaje que nos llevamos a Puri y el equipaje que dejamos aquí, para la vuelta. Menos mal, porque al principio nos decían que no podíamos dejar el equipaje en el hotel, hubo que poner caritas y todo eso.

Para rematar el día de relax, nos damos un paseo por Park Street, pasamos un buen rato en la librería Oxford, que es una gozada, me doy mi segundo garbeo por Internet en Raj’s, así puedo colgar las entradas que me faltaban para estar en paz y cenamos ligeritos en el Jojo’s.

Nos vamos al hotel, nos reímos mucho, le regalo un par de camisetas a mi querido Antonio (el sordomudo), que se pone como unas castañuelas, y nos despedimos del club de Goa. Toca recoger y hacer maletas (qué pereza, coño).

lunes, 20 de agosto de 2012

EN BRAZOS DE LA FIEBRE (como dice la canción)


19 de agosto.

Me levanto a las ocho. Me voy a desayunar. Camino sobre algodón y noto toda la piel hipersensible, como si latiera. Me duele la garganta. Hoy Alba, Elena y David recogen sus cosas y hacen el check out del hotel porque por la noche se van a Darjeeling. Me voy quedando medio sobado por todas partes, como una marioneta con los hilos cortados. Alba me consigue más ibuprofeno y cuida de mí. Consigo bajar la fiebre y después de descansar un buen rato nos vamos al cole a eso de las dos. Afuera no para de llover.

Hoy es el día de la merienda de despedida. Un David (no el que se va a Darjeeling con Alba y Elena) está enfermo y tiene que cancelar de momento su viaje. Gonzalo también ha vuelto a caer. Además, hay como cuatro o cinco voluntarias con diarrea. El negocio del siglo, vamos. Nos habíamos comprometido con el Brother a organizar un partido de baloncesto entre voluntarios y los chavales del equipo, pero entre la lluvia y nuestro estado parece que no va a poder ser.

A los enfermos nos echan de la cocina. Nos tiramos en el comedor. Voy a comprar agua, ayudo a preparar las bebidas y esas cosas. Me tomo otro ibuprofeno y le digo al Brother que a lo mejor jugamos después de la merienda. De perdidos al río.

Los chicos se lo pasan pipa. Les hemos preparado sándwiches de nutella, patatas fritas, galletas y refrescos. Toda una fiesta para ellos. Lo complicado es organizarlo para que no sea un desmadre y más o menos lo conseguimos porque les hacemos pasar al comedor en fila. A medida que van entrando les damos el sándwich y la bebida y luego, por las mesas repartimos las galletas y las patatas. Las niñas mayores no vienen, así que sale una expedición para llevarles algo a su “casa”.

El Brother pregunta una y otra vez si vamos a jugar. Me cambio de ropa, me calzo las botas de baloncesto y me voy a la cancha. Al final solo estamos Natalia –renqueante-, Silvia –como una moto- y yo –de lo mío-. Los demás, o no se tienen en pie (porque se cagan encima más que nada) o están en casa de las mayores. Proponemos hacer equipos mezclados y nos ponemos a jugar. Tiempo tendré para descansar cuando me muera. Estoy agotado, el suelo está mojado como una pista de patinaje y el balón resbala pero por un momento esto se parece mucho a la felicidad. Corremos, saltamos, y disfrutamos como niños, los que lo son y los que no lo somos. Afortunadamente, se pone de nuevo a diluviar y dejamos de jugar antes de que me desmaye en mitad de la cancha, jajajaa, qué suerte.

Llega el momento de la despedida. Algunos lo llevan mal y otros fatal. Ay. Para mí es distinto porque todavía me quedan unos días. Menos mal.

Ya en Calcuta, quedamos en el Fairlaw, un lugar estúpido, o chic, que es algo parecido, con una terraza en la que los guiris pueden beber cerveza –a precio de champán- mientras fuman. También se puede ver algún grupo de indios ricos que se quieren dar aires de supermodernos. Definitivamente, odio este lugar, no tengo nada que ver con él.

Me despido de la gente que se va y me voy al hotel. Lavo un poco, me ducho, escribo hasta donde me llegan las energías y antes de las diez ya estoy dormido.