sábado, 17 de agosto de 2013

AUSENCIAS. PRESENCIAS.


Desde el primer momento (y antes también) las ausencias sobrevuelan mi cabeza. Pienso en Mónica. Después de dos años con ella, me parece raro cantar en el coro con los niños si no está a mi lado. Y sobre todo, Chus, compañera 24 horas al día. Hemos compartido tantas aventuras, risas, juegos, cansancios… hemos compartido tanto que siento realmente que me falta algo. Casi duele.

Y los niños preguntan por ellas y les dices que no vienen y te miran con esa cara y les explicas con mucho cuidado que las aunties les quieren muchísimo y se acuerdan mucho de ellos pero que este año no han pedido venir. Y los niños te siguen mirando con esa cara y te da tanta pena.

Y Pilar me pregunta qué vamos a hacer sin ellas y le respondo que lo mismo que con ellas. Porque es así. Y si no lo fuera sería injusto. Injusto para la gente que sí está. Porque Karmela y Sara han hecho un trabajo maravilloso con el coro, porque la gente que ha venido (nuevos y no nuevos) es admirable y genial de mil maneras diferentes y no se merecen que las ausencias pesen más que ellos, que sus presencias.

Así que cojo a Mónica y Chus y a Malena y a Olga y a David y a Marian, los envuelvo en un paquetito y los guardo en una pequeña caja fuerte que tengo en el corazón para poder seguir disfrutando del aquí y ahora.

16. QUÉ DÍA EL DE AQUELLA NOCHE. O AL REVÉS.


Escena I: Qué día.

Hoy, viernes, es uno de esos días marcados en rojo. Además de ser el último día de talleres con los niños, es decir, la víspera del festival, es el día en que vamos a ir a un estudio a grabar unas canciones con el coro. Una idea del Brother. Es obvio que con apenas un par de semanas es imposible preparar algo tan técnico y tan exigente, pero bueno, la intención es lo que cuenta.

Me levanto a las seis. Me pego un cubo ducha. Lavo un poco de ropa. Desayunamos en el Blue Sky. Karmela no se separa de su rollo de papel higiénico. Sara parece cansada. También nos acompaña Berta, que hará de cámara. Llegamos al cole a las ocho y media. Sorprendentemente, todo el mundo está bastante preparado, así que no tardamos demasiado en reunir a los 19 niños y meternos en dos furgonetas (tocamos a 13 personas y media en cada una, por cierto, contando al Brother, una massi, los conductores y nosotros cuatro).

Resulta que el estudio está muy cerca del Sunflower, nos podríamos haber ahorrado el viaje y que trajeran a los niños directamente. En fin. El viaje se hace eterno, estamos empapados de sudor y algún niño vomita. Acostumbrados como estamos a las penalidades de Calcuta, ya nos parece poca cosa. Compro agua para los niños y nos ponemos a ello.

La experiencia vuelve a ser una nueva entrega de nuestra famosa serie “luchar contra los elementos”, el técnico no habla inglés, la comunicación, ya de por sí difícil con un indio se convierte en una odisea. Todo es una chapuza, sin embargo, ya solo por ver la cara de los niños, la cosa merece la pena. La idea es grabar al menos cinco canciones, pero tardamos dos horas en grabar la primera y tenemos reservado el estudio de diez a dos, así que empezamos a replantearnos nuestros objetivos. Hay un tipo por allí que a ratos se duerme sentado en una silla y a ratos nos graba con una cámara. No sé muy bien si también lo ha contratado el Brother. Supongo que sí.

En la sala de grabación nos dan cuatro auriculares (en realidad nos dan cinco pero uno no funciona). El problema que se plantea es si grabamos en grupos de cuatro y entonces nos pasamos todo el día para grabar una canción o si grabamos en tres grupos (uno de niños y dos de niñas) y que salga lo que tenga que salir. De todas las maneras, los auriculares funcionan fatal y casi no se oye la base, así que los problemas para seguir el ritmo son enormes. Nos desesperamos mil veces con la ineficacia y la ineptitud de esta gente, pero al final, las canciones van saliendo, un poco de aquella manera y mis tres compañeras acaban llorando de la emoción.

A eso de las dos y media nos vamos de allí. El encargado se ha ido a comer, pero no podemos esperar a que vuelva, los niños están hambrientos y agotados. Ya recogeremos la grabación al día siguiente. El Brother se ha ido con una de las furgonetas. Metemos a Berta y todas las niñas que podemos en la furgo que queda y las mandamos al cole, a ver si llegan a comer.

Buscamos taxis para los ocho + tres que quedamos, pero no hay manera de encontrar uno libre. Como es muy tarde, decidimos llevarlos a comer al McDonalds. Les hace muchísima ilusión, son todo ojos. Se portan de maravilla y dejan todo super recogido. Luego volvemos con ellos en metro (para alguno es su primera vez) y rickshaw. Nos miran, nos cogen de la mano, sonríen… Vaya día.

Los pobres están hechos polvo pero se pasan el camino de vuelta cantando.

Interludio.

Llegamos al cole a las cinco menos cuarto. Estoy molido. Juego un poco al baloncesto con los niños, me acabo de agotar del todo y decido volver al hotel. Alba me convence para que me quede y vayamos un rato a la casa de las niñas pequeñas. Me da una pereza infinita, pero son tan ricas…

Escena II. Qué noche.

Aprovecho la visita para sacar la profesión a que le dé un poco el aire y me pongo a corregir ejercicios de matemáticas. Al poco rato tengo un montón de niñas a mi alrededor con sus cuadernitos en la mano. Que bien.

Alba me dice que tenemos que volver al cole porque hay un problema con una niña que se ha puesto mala. Me pregunto qué demonios puedo hacer yo con mis conocimientos de medicina, pero bueno.

Llegamos al dormitorio y resulta que una niña de 16 años se ha tomado un montón de pastillas. No sabemos cuántas ni sabemos cuáles. La chica, Sharmila, está en el suelo, de vez en cuando le dan arcadas pero no vomita gran cosa, no ha perdido el conocimiento pero no le falta mucho. La colocamos en una cama. Las cuidadoras están nerviosas pero no hacen nada. Hay niñas llorando. El Brother no está, le llamo por teléfono pero lo tiene apagado. No tenemos médicos pero tenemos una enfermera (Irene) y una farmacéutica (Alba). Les digo a las cuidadoras que llamen a uno de los conductores que trabaja en el centro y que venga urgentemente. Dicen que es el Brother quien puede dar la autorización. Les digo que la autorización la doy yo porque yo soy el responsable en ese momento (¿). Parece que se mueven. Hablo con Maite por teléfono y a su vez habla con el doctor Saha. El caso es que pasa el tiempo y no aparece el conductor y estamos en mitad de la nada. Parece que no lo pueden localizar. Pido la llave de alguna de las furgonetas (aunque no me quiero imaginar a mí mismo conduciendo por la izquierda en una ciudad como Calcuta). No las tienen. Poco a poco van apareciendo cajas y blisters de lo que se ha tomado. Se ha bebido una botella de jarabe para dormir, una especie de compuesto suave de hierbas, y se ha tomado omeprazol, pantoprazol, (antiácidos para el estómago) vitaminas y cosas que no podemos identificar. No parece que vaya a ser muy grave pero no podemos estar seguros. Necesito el nombre de un hospital. Y un vehículo. Aparece un taxi –alguien, por fin, se ha movido y lo ha llamado-. Vamos con Sharmila Alba, Irene y yo. Decido que no nos acompañe ninguna cuidadora, sino mi querida Rashida, una de las niñas del centro. Bueno, creo que tiene ya 18 años o así. Es inteligente, sensible, responsable, tiene iniciativa, conoce bien a la niña y me sirve también como traductora. Lo tengo clarísimo.

El viaje es como de película de Almodóvar. El conductor, que es grandote pero con cara de buenazo, no para de pitar en todo el camino, pero pitar en una ciudad en la que todos los coches lo hacen constantemente no sirve de mucho. Me da una especie de trapo rojo que saco por la ventanilla, pero la gente no se entera, nos vamos quedando en un atasco y en otro y en otro. Lo mejor de la escena es que, de repente, el taxi se queda parado en mitad de una calle. El hombre, que está sudando, lo intenta una y otra vez y no arranca. Cuando estamos ya pensando en saltar a la calle a buscar otro taxi, el coche se decide a arrancar. El pobre hombre conduce hasta una gasolinera y le echa un poco de gasolina en medio minuto para volver a salir pitando (literalmente, claro).

El viaje se nos hace eterno a todos. Alba e Irene no paran de pelear para que la niña no se quede dormida. La pobre Rashida está muerta de miedo. Yo me siento extrañamente tranquilo, como si tuviera la certeza de que todo esto se va a resolver sin más. La adrenalina me sienta bien.

Llegamos al hospi. Urgencias. Las chicas entran con Sharmila. Le digo a taxista que cuánto es. 100 rupias, me dice señalando el contador. Creo que es el primer taxista honrado que me encuentro en Calcuta. Yo no tengo billetes pequeños, él no tiene cambio. Uf. Me dice que no me preocupe, que me espera y que ya le pagaré. No me lo puedo creer. Entro en el hospi. Aquello es una peli de terror. No como el de Sunderbans, ni mucho menos, pero vamos, les puedo asegurar que ninguno de ustedes querría  por nada del mundo estar enfermo allí dentro. Me dicen que no la quieren admitir y que amenazan con llamar a la policía. Les digo que llamen a la policía pero que hagan su trabajo y atiendan a la niña. Rashida se pelea con todo el mundo. No puedo estar más orgulloso. En cuanto a Irene y Alba, uf, ves la determinación en su mirada y sabes que no las sacan de allí ni los antidisturbios. Al final meten a la niña en una sala y la tumban en una camilla. Ya es algo. Rashida está muy preocupada porque en admisión le dicen que yo no cuento como responsable de la niña porque no soy residente en India y los datos que les da no son suficientes. Vuelvo a intentarlo con el Brother, pero el teléfono sigue apagado. O fuera de cobertura, que no es lo mismo, pero para el efecto es igual. Ofrezco a la mujer de admisión mi pasaporte, pero ni por esas. Mientras, en la sala, nos dan una receta (¿) para ir a comprar a la farmacia una sonda, un suero, unos guantes y una pomada anestésica. Alucinante. Rashida y yo vamos allá. En la farmacia no entienden de urgencias y nos atienden con una lentitud desesperante. No me desespero. Volvemos. Nos dicen que tenemos que salir de allí pero no queremos dejar a la niña sola con la panda de carniceros. Alba empieza a ponerse nerviosa. Un par de tipos de seguridad empiezan a rondarnos. Aparece Maite con Inés. Por fin han hablado con el Brother; está en camino. Los de admisión se relajan un poco. Ya somos un pequeño ejército. Lo de la sonda (nasogástrica) va a ser una movida, Sharmila empieza a gritar como si la estuvieran degollando. Alba e Irene discuten con las enfermeras. El ambiente se va cargando poco a poco. El médico dice que “la paciente ha rechazado el tratamiento” y que no quiere saber nada. Maite e Inés discuten con él de manera áspera. Maite le propone hablar con el doctor Saha (lo tiene al teléfono), pero el médico se niega. Y el ambiente se sigue cargando. Ya sé que suena muy peliculero, pero les aseguro que la cosa fue realmente así.

Rashida se multiplica y habla con uno y con el otro, y nos traduce y se sigue peleando.

Inés discute también con el de la farmacia. Aquí hay para todo el mundo (es normal, viendo los niveles de ineptitud). Todavía acabamos saliendo en los periódicos.

Irene consigue infiltrarse junto a la camilla, a base de decirles que es enfermera y les puede ayudar. Se vuelven a poner con la sonda. Irene lo hace de puta madre y a base de paciencia la cosa va entrando. Todo esto es para grabarlo, de veras. Aparece el Brother. Arregla los papeles en admisión. La sonda está cumpliendo con su misión. Parece que todo empieza a estar tranquilo. Maite y yo hablamos un rato con el Brother. Me echa en cara (aunque de buen rollo) haberme traído una niña en lugar de una cuidadora y, aunque en el fondo tiene razón, ni siquiera cinco massis juntas habrían resuelto lo que fue capaz de resolver nuestra muchachita, así que no le doy vueltas. Nos cuenta que a esta chica se le murió el padre y se le casaron los hermanos. Parece ser que su madre la quiere obligar a que se case con un fulano y ella se niega… En todo caso, habrá que ver todo esto con tiempo y con calma porque la niña ya tiene cicatrices de cortes en una muñeca y la cosa parece como para tomárselo en serio.

El lavado de estómago sale bien. Todas las piezas del tetris se empiezan a colocar y a hacer clack. Finalmente, la niña no tiene que quedarse en observación toda la noche. Uf. Nos la llevamos. El Brother se va con las dos chiquillas. Nosotros nos volvemos hacia el hotel en taxi (los cinco, ole).

Al llegar, paramos en Pizza Hut. Nos lo merecemos. Aunque son como las diez y media estamos rematadamente muertos. Hablamos poco, las caras de agotamiento son para verlas pero sonreímos y bromeamos. Pedimos unas pizzas. Vamos recordando lo surrealista que ha sido todo. Le damos vueltas. Sacamos conclusiones. De repente, a eso de las once y pico, empieza a sonar una música atronadora (dentro del local), se abre una puerta y salen los camareros a bailar una coreografía. No nos lo podemos creer. Nos meamos de la risa. Y una frase unánime: “es lo que nos faltaba hoy”…

Hago cuentas. Nos quedan dos días. Como sean así, no llego.

Quedamos a las ocho de la mañana para ir a currar al cole, que, aparte del festival, sigue habiendo frentes abiertos.

LUCHAR CONTRA LOS ELEMENTOS II, SAIDUL MOLLA.

Para ilustrar con un ejemplo lo que es luchar contra los elementos en Calcuta os voy a contar el caso de Saidul:

Se trata de un niño que hace un par de años recibió una pedrada en un ojo que le produjo una catarata traumática. En su momento se le operó pero quedó pendiente una segunda intervención para colocar una lente, cosa que no se llegó a hacer, con lo cual, el ojo ha perdido casi totalmente la visión.

Vale, la historia comienza aquí.

Ana agarra el caso, se lleva al niño al oftalmólogo del Kasturi Hospital, se le examina y se decide operarlo ya mismo para colocar la famosa lente antes de que ya sea demasiado tarde (en todo caso, ya nos dicen que no recuperará la visión de manera completa). Se realizan las pruebas de biometría y un análisis de sangre.

A Ana se le acaban los días –y prácticamente la salud-, se vuelve a España y yo heredo el caso. Voy el jueves al hospital (8) a recoger los resultados del análisis y se los llevo al doctor que se hará cargo de la operación. Todo normal, el preoperatorio está listo y la cirugía se llevará a cabo al día siguiente (viernes 9); precio: 25.000 rupias, es decir, algo más de 300 euros. Se comunica la cosa al colegio. El viernes llegamos al colegio, preguntamos por el niño para que se vaya preparando y nos dicen que ha venido su familia a buscarlo y que se ha ido a casa el fin de semana para celebrar el fin del Ramadán. Nos quedamos con la boca abierta. Increíble, todo está listo para la operación y el niño se ha largado a casa. Pero estamos en la India, así funcionan las cosas. Me voy al hospital a hablar con el médico, disculparme y pedir otra cita para la semana que viene. El médico no está en el hospital, simplemente me dan un número de teléfono para que pueda ponerme en contacto con él. Cada vez entiendo menos. Más tarde me entero de que en realidad la cirugía no se realiza en ese hospital sino en otro –cosa que el doctor no me dijo el día anterior-. Dejo de luchar y Maite y yo quedamos en hablar con él el lunes.

Y llega el lunes. Hablamos con él por teléfono por la mañana y vamos a verle por la tarde al hospital. Quedamos en operar al día siguiente (martes 13). Nos dice que la operación no se llevará a cabo si el niño no va acompañado por el padre o la madre, cosa que me parece razonable pero que tampoco me dijo el jueves. Diálogos de besugos. No le damos más vueltas, todo está listo una vez más. Volvemos al cole Maite y yo para hablar con el Brother (y que a su vez se ponga en contacto con la familia del niño), pero nos dice que si el hospital es ése, se niega a operarlo porque conoce precedentes de malos diagnósticos y tratamientos. Maite y yo nos miramos con esa expresión de ¿por qué nos tiene que pasar esto a nosotros? Tras más de una semana de idas y venidas hay que volver a empezar de cero. El martes nos vamos por la mañana al Sankara Nethralaya Hospital con Saidul. Nos dicen que nos pueden dar cita como para dentro de un mes pero Mai les convence de que nos atiendan hoy. Tras seis horas y media de espera, el doctor Das nos atiende. Confirma el mismo diagnóstico que conocemos. Nos da un teléfono para que concertemos la cita de preparación para la cirugía. El precio será de unas 48.000 rupias, unos 600 euros, es decir, el doble. Ok.

Llego al hotel y, tras las seis horas y pico bajo un aparato de aire acondicionado, se me dispara la fiebre. Paso la noche tiritando, chapoteando en mi propio sudor y medio delirando. Afortunadamente, Alba –que se pega un susto de muerte- me da paracetamol, me pone una toalla mojada en la cabeza y cuida de mí toda la noche.

Al día siguiente, me levanto bastante recuperado, aunque debilucho. Maite está hecha polvo y con diarrea. Alba apenas ha dormido. Pero tenemos trabajo que hacer.

jueves, 15 de agosto de 2013

Hospi

Con Saidul en el Sankara Nethralaya Hospital. Tras más de 4 horas de espera.
Luchar contra los elementos, segunda parte.

miércoles, 14 de agosto de 2013

LUCHAR CONTRA LOS ELEMENTOS


Trabajar en Calcuta es una lucha titánica. Mayor cuanto más organizado y planificado es el trabajo. La Armada Invencible hecha trizas en Trafalgar, vamos.

Un día hace un calor terrible que no te deja ni respirar ni pensar; al día siguiente diluvio universal. Un día llegas al cole y los niños que te vas a llevar al médico no están preparados, están en clase, media hora de espera hasta que los llaman los recogen; al día siguiente llegas y resulta que ya se los han llevado al hospital y te toca salir corriendo detrás en un taxi a ver si los encuentras. Un día te duele la cabeza, al día siguiente se te infectan las picaduras de mosquitos de las piernas (como a Alba y Paula) y al otro tienes diarrea. Cuando más necesitas la energía estás agotado. No te funciona el teléfono cuando lo necesitas y cuando te funciona la otra persona lo tiene apagado.

Acabamos tarde los talleres, hacemos tarde la reunión y empezamos tardísimo las actividades de la tarde. Cuando el voluntario está listo para empezar, los niños no aparecen; cuando los niños están listos para empezar, el voluntario está haciendo otra cosa en otro lugar. Vas a comprar algo y está la tienda cerrada y cuando por fin abren no lo tienen y cuando lo tienen hay que esperar una hora porque tienen que ir a buscarlo a no sé dónde.

Te pones a jugar al baloncesto y llueve. Organizas un torneo con equipos de otros colegios y llueve –y se tiene que cancelar-. Vas andando al cole y a mitad de camino llueve. Y cuando llueve los taxis desaparecen y es prácticamente imposible encontrar uno y cuando encuentras uno es prácticamente imposible que esté libre y cuando está libre el tío te pide lo que le da la gana –sabe que tiene la sartén por el mango- y es totalmente imposible no tener ganas de partirle la cara. De hecho, hay dos cosas especialmente difíciles de soportar en Kolkata: el ruido y las ganas de pegar a los taxistas.

Las cosas simplemente funcionan así todos los días. Necesitas una resistencia a la frustración a prueba de bombas. A veces la India es como unos de esos trastos viejos y oxidados que solo se pone en marcha si le das una patada. Y si todo esto consigue minar tu moral y desesperarte, es mejor que busques otro perfil de destino vacacional. Preferiblemente en el Mediterráneo.

SUPRIYA


Ya os he hablado de ella. Nuestra pequeña de Sunderbans con síndrome de Down con un problema de corazón bastante grave.

Los ánimos el lunes estuvieron muy sombríos, sobre todo para Ana y Javier, que son quienes han llevado el caso en el Birla Hospital. El cardiólogo nos fue dando largas y aprovechó para mantener a la niña todo el día sedada en la UCI –cuando después de un cateterismo te dan el alta y ya está- y para pedir alguna prueba más con el único fin de hacer caja. Es muy probable, incluso, que el tipo supiera desde el primer momento no la iba a operar y montara el despliegue de medios y las falsas esperanzas para aprovecharse del sufrimiento de una familia. Supongo que es lo que sucede cuando la sanidad deja de ser un derecho y un servicio para convertirse en un negocio controlado por un puñado de hijos de puta (lo podríamos llamar “doctrina Aguirre”).

El caso es que finalmente, el martes se nos comunicó que las pruebas no eran satisfactorias y que no se va a poder operar. Y es cierto, porque con los informes en la mano no hemos encontrado un solo cardiólogo español dispuesto a afrontar esa operación, al menos hipotéticamente. Así que ha sido una lucha larga –con el gasto de dinero, tiempo e ilusión correspondiente- que no ha servido para nada, aunque creo que nos hace sentirnos orgullosos porque no hemos parado hasta que nos han dicho no en todas partes.

Lo peor de todo, claro, ha sido decirle a la familia que no se puede hacer más y hacerles comprender la situación de manera realista.

Sin embargo, alrededor del caso Supriya se ha generado una interesante reflexión y un apasionante dilema: ¿cuál es la cantidad de recursos (sabiendo que en nuestra pequeña organización son muy limitados) que es “ético” dedicar al tratamiento de una sola persona?, ¿y si esa persona tiene síndrome de Down cuenta igual?, ¿con qué criterios se fija la prioridad de las necesidades?, ¿en cuestiones humanitarias se puede pensar en términos de rentabilidad?

En todo caso, les puedo asegurar que se trata de un dilema muy distinto cuando se hace en frío, de manera racional y cuando se plantea con la niña en los brazos y la familia delante.

Les invito a que se hagan todas estas interesantes preguntas ustedes mismos, en sus casas.

PRIMERA SEMANA

La máquina se ha puesto en marcha.

Hemos tenido libres las mañanas del lunes y el martes, así que las visitas a médicos han comenzado el miércoles. Este año hay muchos menos niños, se nota el trabajo de los años anteriores. En total serán cinco días de médicos (oculista, dentista, dermatólogo) en grupos de alrededor de 5-6 niños. Aparte, se tratan casos concretos en los hospitales que corresponde.

El lunes, tras cuatro días sin lluvia y cuando ya empezaba a pensar que me iba a ir de rositas, se pone a diluviar. A pesar de todo, es un día muy especial, es el día de encuentro de los voluntarios con los niños. El día en que todo comienza, un día de mucha expectación y muchas emociones. Eso se ve en la cara de nuestros cachorritos. Para algunos voluntarios es el día del primer contacto con el proyecto. Me pongo en posición espectador, aunque rodeado de chiquitines; me hace mucha gracia ver las caras de Óscar e Isa, que se reencuentran con los niños dos años después y, claro, los ven enormes a todos.

También es un día especial porque nos enseñan el camión que venderá comida por las calles. Nos preparan platos de noodles y arroz a mediodía y egg-rolls para la merienda, todo ello acompañado con refrescos. Esa es la buena noticia. La mala es que aún no tienen la licencia para salir a la calle. Aún hay que esperar para ver el coche por Calcuta. En Sudder Street (pijolandia), por ejemplo.

Habíamos fijado los horarios de los talleres de 15.00 a 16.00 h., como todos los años, sin embargo la manager nos dijo que había algún grupo que salía más tarde de clase, entonces cambiamos la hora de comienzo a las 15.30, pero, claro, estamos en la India y en el último momento el Brother decide que el horario vuelve a las 15.00, así que nos toca improvisar, como siempre. Los grupos ya están hechos, solo hay que llamar a los niños e ir colocándolos en las aulas correspondientes. Como deja de llover un poco, Silvia y yo nos ponemos a trabajar con el grupo de baloncesto. Natalia echa una mano a Inés porque Paula, su pareja de taller, está de médicos en el Birla Hospital con Ana y Javier.

Luego, más tarde, comienzan las actividades de la tarde: clases de español con mayores, coro con el grupo de siempre, más o menos, y baile con las niñas pequeñas.

El martes mi gemelo hace chas –y aparece a tu lado-. Una de mis micro-roturas de fibras. Se acabó el baloncesto. La India es un lugar que te enseña muchas cosas. Una de ellas es aceptar las desgracias sin desesperarse, con serenidad. En ello estoy.

Y desde el miércoles comienzan los madrugones para ir a los hospitales.

A lo largo de la semana, de manera escalonada, van volviendo a España (o lo que queda de ella) Javier, Conchita, Dani y Ana. Cuatro currantes de verdad que, además, son ejemplo de humildad. Conchita y Ana se han dado una paliza mayúscula y han currado todos los días de sol a sol sin preocuparles ni siquiera su propia salud –de hecho, las dos se han ido enfermas-. Un privilegio trabajar con ustedes, sí señor. Acabamos la semana, pues, siendo 19. Bueno, 16, a todos los efectos porque los que no madrugan no cuentan.

Y el trabajo va saliendo adelante. Ya está puesto el archivador en la enfermería. Hemos comprado 300 carpetas colgantes con sus respectivos sobres de plástico para que por fin toda la documentación de cada niño esté ordenada y guardada en su sitio. Lo malo es que las 300 carpetas no caben en el archivador, así que hemos tenido que encargar otro. Poco a poco se va poniendo orden en el caos y se van resolviendo problemas.

La semana ha sido dura e intensa, se ha madrugado mucho y se ha trabajado duro, se nota en las ojeras y las caras de agotamiento de los voluntarios. Pero son caras sonrientes y relajadas. Se van sucediendo las diarreas. Karmela se tritura un dedo con una puerta. No nos podemos permitir el lujo de perder el humor, así que nos reímos de todo: de las perrerías que nos hacen los niños, de todo lo que nos toca encontrarnos por las calles y de las trepidantes carreras al baño (¿llego o no llego?). De hecho, hay quien dice que nunca en su vida había hablado tanto de mierda, pero las conversaciones escatológicas son normales en Calcuta porque el tránsito intestinal condiciona toda tu vida cotidiana. Hablando de risas y de escatología, hubo un par de personas que se pasaron más de una semana sin ir al baño, aferradas a sus heces, pero acabaron sucumbiendo y abandonaron su proyecto de batir un record guiness. En el extremo opuesto, hubo alguien que estuvo muy a punto de hacérselo encima dentro de un rickshaw. Ya saben que mi sentido de la discreción me impide dejar en evidencia a los protagonistas de algunas historias.

Por cierto, alguien entró en el Jojo’s y en lugar de pedir un sándwich de jamón y queso (ham & cheese) pidió uno de mermelada y queso (jam & cheese). Y lo mejor es que se lo pusieron.

lunes, 12 de agosto de 2013

MUCHO RETRASO

El tiempo vuela rápido en Calcuta. A veces los días parecen largos, densos, llenos de idas, venidas, risas y cansancio pero llegas a la habitación y te das cuenta de que el tiempo se te escapa de las manos.
Hace nada que estaba hablando de las primeras sensaciones al llegar de nuevo a la India y ya han pasado más de dos semanas.
No llevo retraso con el diario, llevo muuucho retraso. No me da tiempo a escribir. No sé muy bien cómo voy a gestionarlo. Intentaré pellizcar cachitos de tiempo, resumir, comprimir. O algo.
En todo caso, estamos todos bien, la máquina funciona engrasada y coordinada, los niños lo pasan bien y el grupo de voluntarios es una maravilla.
Continuará.

4. MARABUNTA.


Domingo. Día del señor y eso. Se suponía que había que madrugar mucho para ir a buscar a Inés y Berta al aeropuerto, pero resulta que a no sé qué hora de la madrugada llaman para decirnos que ha habido un problema con la conexión y vienen por la tarde. Bueno, eso me cuenta Maite, porque yo no me he enterado de nada.

Duermo algo menos de lo que habría querido pero da igual. Me voy al Rajs. La idea es escribir y colgar unas cuantas entradas, aprovechando que es domingo y la mañana es relajada.

Llego cuando Dani y Conchita (Hansel y Gretel) están saliendo. Se van a currar al cole. Ética de trabajo –y lo demás son cuentos-. Pido que me configuren la conexión a internet. En cinco minutos, me dicen. Cinco minutos indios, claro porque aquello tarda una eternidad. Escribo. El hermano de Raj tira del cable, el ordenador se apaga y se pierde un buen cacho de trabajo. Me pongo a escribir sobre el documento recuperado y luego no se guarda. En fin, para mearse. Dos horas después –tras unas buenas charlas con Óscar, Isa, Pau(la) y Mónica-, consigo el internet, cuelgo algunas fotos (pero la conexión es muy lenta) y alguna entrada. De todas las maneras, aprovecho el momento porque sé que a partir de hoy, que llegan los voluntarios, ya no tendré tiempo ni para bostezar.

Maite y yo nos vamos a comer al barrio como en los viejos tiempos –al restaurante del Kabuli Nam-. Navratan Korma y cosas así, qué maravilla. Estos son los momentos bonitos, llenos de complicidad y bienestar, que hay que guardar en cajitas cerradas con llave.

Nos reunimos con Conchita y Ana. Hoy ingresan a Supriya para hacerle el cateterismo –mañana-. Un montón de información va pasando de un cuaderno a otro. La cantidad de documentación, entre informes y correos, que estas chicas generan es una barbaridad.

Alrededor de las cinco vamos hacia el hotel porque un grupo de ocho voluntarias tiene que estar llegando (aterrizaban a las tres y media). Maite y yo nos colocamos en posición de espera. Y esperamos y esperamos. Estas chicas no llegan. De todas las cosas que se pueden torcer en la India, ¿cuál será esta vez? Y nos dan las cinco y media y las seis ¿un atasco?, ¿retraso?, ¿problema con los equipajes? Y nos dan las seis y media y Maite y yo en la misma posición. Nos dan las seis y media. Hm. Y, a eso de las siete, por fin llega la expedición.

Risas, alegría ruidosa, besos y buen humor. El grupo ya ha venido hecho, bien compactado, desde Delhi. Buena cosa. Alba, Pilar, Silvia, Natalia, Karmela, Sara, Irene, Laura. Welcome to Kolkata.

Después de los trámites del registro (que hay que ver a los fulanitos rellenar tres enormes cuadernos, a mano, con los datos de cada uno) nos reunimos en la terraza del hotel para organizar un poco el trabajo de la semana, sobre todo del día siguiente. Algo más tarde llegan Óscar y Paula, que han ido a buscar a Berta e Inés al aeropuerto. Ya estamos todos.Somos 23, incluyendo a tres personas que se alojan en el Hilson, no participan en el trabajo de las mañanas –es decir, no madrugan-, se limitan al “ocio y cultura” (¿?) y hacen vida de artista.

Mientras el grupo se va al Jojos a comer algo y engancharse al teléfono, Alba y yo nos perdemos por las callejuelas del barrio musulmán, que está lleno de gente, ruido, luz y color, hasta que aparecemos en New Market. Ole.

Antes de volver al hotel a descansar, nos tomamos unos noodles callejeros con unos zumos (mango y lima con piña, respectivamente).

Que empiece el espectáculo.

3. VACUNAS.


Un día más, hay que madrugar. A las siete y algo el teléfono canta la canción de Blur. Nos sacudimos la pereza del cuerpo en lugar de pararnos en las horas de sueño atrasado que se van acumulando y desayunamos en Blue Sky. El clásico desayuno. Ñam.

Cogemos el metro y nos plantamos en el cole a eso de las 9. A la hora programada. Hoy los niños tienen película de terror: toca vacunar. Esta vez es la hepatitis A. Nos cuesta como 1800 euros, por cierto.

Se van repitiendo escenas del año pasado: la misma enfermera, el mismo tipo del laboratorio, las caras de miedo de los niños… Este año en lugar de la enfermería (donde se quedan currando Ana y Conchita) las ponemos en el despacho del Brother. Se puede decir que en general los niños lo van llevando mejor, algunos de los que lloraban el año pasado se limitan a fruncir el ceño –sobre todo si hay otros niños mirando-. Los hay que juran en arameo y nos mientan hasta a los muertos. Para los niños nuevos todo es difícil, entran muertos de miedo. Sin embargo, siempre hay algún chiquitín que nos sorprende, aprieta los dientes y consigue no llorar. Javier, que es quien los acompaña, los sujeta y les da el caramelo, les dice que son leones y los chiquitines salen tan anchos (y algunos entre aplausos, jaja). A otros les entra el pánico y hay que perseguirlos por el patio y luego agarrarlos entre tres.

Se nos ocurre la brillante idea de ir haciéndoles una foto –por si elaboramos fichas- antes del pinchazo, así que la mitad sale llorando o con expresión de haber visto un zombi. Todo un cuadro. Menos mal que a medio trabajo la cámara de Maite se quedó sin batería.

Como somos bastantes para relativamente poco trabajo y ya no tengo fotos que hacer, acabo yéndome al patio a jugar con los niños al baloncesto. Juego un rato hasta que no me queda energía y empiezo a ver lucecitas. El calor es salvaje. Mi ropa vuelve a estar empapada como si saliera de un cubo de agua y he cometido el error de no traer recambio. Una mikelada. Me salgo afuera para comprar agua –lógicamente estoy deshidratado- y a esas horas los puestos están cerrados.

El Brother nos tiene preparada una mesa llena de fuentecitas con cosas como frutos secos, guisantes, cebolla, pimiento, ajo frito, gambas, patatas fritas. Además de nuestro maravilloso arroz con lentejas. También hay aceite de oliva. Me bebo un montón de vasos de Sprite. La comida es una delicia. Estoy muerto pero la vida es bella.

El Brother se ríe cuando le decimos lo buena que nos parece la comida y hace ese gesto tan suyo de extender las manos hacia adelante, como diciendo, es para vosotros. Hablamos y nos relajamos. Estas pausas son momentos maravillosos en los que se para el tiempo y nos limitamos a disfrutar del descanso y de la compañía de los demás. Se ve en la expresión de nuestras caras que estamos a gusto, felices de estar aquí y que nos sentimos apoyados y arropados. Un buen grupo, sí señor.

Como siempre, tenemos un problema. Resulta que no hemos vacunado a todos los niños porque algunos de ellos van a otro colegio y tienen clase el sábado por la mañana. Ahora que llegan al cole, ya se ha ido la enfermera. Ana y Conchita se ofrecen, cómo no, a vacunar ellas mismas. Juego, mientras tanto, al baloncesto con Javier y un grupo de niños. Se me vuelven a fundir los plomos. Estoy muy viejo para esto. Una massi, que me debe haber visto muy mal, me trae una coca cola y me la bebo. Meto la cabeza debajo de un grifo. Los niños de parten de la risa porque estoy tan rojo que parece que voy a explotar.

Las chicas se reúnen con el doctor (Saha), que ya ha llegado al cole. Estiro un rato y juego otro rato al baloncesto, jajaja, esta vez con Dani –juventud, divino tesoro- y otro grupo de niños. Está claro que no escarmiento. Mi ropa recibe la tercera sudada. Todo un poema. Javi promete que esto no lo vuelve a hacer. Supongo que también está muy viejo para esto.

A eso de las seis, Maite y lo que queda de mí nos vamos al aeropuerto para buscar a Mónica y Paula, que son nuevas. Estoy agotado y tengo la ropa pegada al cuerpo. Maite me mira de reojo como diciendo “estás tú bueno…”.

Nos vamos a la parada de rickshaws y de ahí al metro (Uttan Kumar), donde hay una parada de taxis. Nos tenemos que pelear un buen rato con un fulanito para dejar el precio en 350 rupias. Luego, el fulanito se tiene que pelear con un grupo de fulanitos taxistas porque aparentemente no era su turno, le tocaba a otro. Hay un momento en que se enganchan y Maite me mira de nuevo de reojo –bien saben ustedes que Mai y yo no necesitamos muchas palabras-. Esta vez su mirada me dice algo como “estos ahora se dan de hostias y nosotros en medio”. Afortunadamente, la sangre no llega al río y el fulano consigue salir del aprieto a empujones y con unas cuantas amenazas y juramentos detrás.

Si el caos en Calcuta es indescriptible cualquier día a cualquier hora, lo de hoy es de proporciones bíblicas. No sabemos qué coño pasa pero no hay manera de que la cosa avance. Y miramos el reloj y la cosa sigue a ritmo de caracol. Y volvemos a mirar el reloj y mira que estas están ya a punto de aterrizar. Y miramos el reloj una vez más y no sé yo si llegamos a tiempo. Y cláxones y más cláxones y muchos más cláxones y toda la ciudad es un jodido atasco. Y así todo el viajecito. Una hora y tres cuartos. El avión aterrizaba a las siete y llegamos al aeropuerto como a las ocho.

Buscamos entre el gentío y no vemos dos mujeres blanquitas. No sabemos si aún no han salido o si han salido y se han ido. No tenemos manera de contactar con ellas. Miro el teléfono por si acaso. Nada. Maite tiene el suyo sin batería. Estupendo. Miramos y esperamos y no sabemos muy bien qué hacer. Maite saca el ordenador portátil y le conecta el móvil a ver si carga un poco.

Al final, cuando no sabíamos ya muy bien qué hacer, las dos chicas aparecen. Bienvenidas a Calcuta. Menos mal que han llegado con retraso… Compro el billete de taxi dentro, después de un buen rato de cola, porque el taxi prepago tiene un precio normal (250 rupias) mientras que fuera nos pedían como 600. Nos vamos al Sunflower. A casa. Mientras las chicas se registran, me pego una ducha. Estoy hecho un cromo.

También han llegado al hotel Isa y Óscar. Mucha alegría por estar juntos de nuevo (dos años después).

Cenamos en el Jojo’s. Yo prometo solemnemente que es mi última cena allí, que a partir del día siguiente me independizo y empiezo a comer cosas interesantes lejos de Sudder.

Maite y yo, muertos de cansancio, pasamos nuestra última noche juntos en la habitación.

2. VIERNES.


La manzanita mordida suena a las siete menos cuarto. Me siguen faltando horas de sueño. La diarrea ya es historia, por cierto.

Hoy hacemos tres grupos: los hermanos se van al hospital Apollo para consultar la posibilidad de intervención de Soumitro, un niño con un problema de mandíbula muy serio (ya apenas puede abrir la boca ni tragar). Necesita una compleja operación de reconstrucción. También tienen que consultar la posibilidad de un transplante de médula para un niño con talasemia. Mientras tanto, Javier y Ana irán al hospital Birla a hacer pruebas de cardio con Supriya y la otra niña. Maite y yo iremos al cole para ultimar con la manager todos los detalles de las actividades de las próximas dos semanas.

Desayunamos en el Blue Sky, como en los viejos tiempos. Sandwich de tomate, queso y ajo, café, nutella toast, zumo de lima. Ya tienen wifi. Esto va avanzando. Tenemos bastante buena cara, eso de volver a dormir en una cama con colchón –aunque sea fino- nos ha devuelto la vida. Nos vamos cada uno a nuestra tarea.

Maite y yo nos hacemos ese trayecto que nos sabemos de memoria: paseo hasta la boca de metro (Park Street), trayecto hasta Uttan Kumar. Rickshaw hasta Kobardanga. Paseo hasta el cole. No necesitamos muchas palabras Maite y yo, con una mirada basta.

El encuentro con la manager es sorprendentemente fluido y ágil. Es una chica bien preparada –y amueblada-, eficaz, tiene las ideas claras, habla un inglés muy fino y maneja el ordenador sin problema. Abrimos el documento. Repasamos los grupos, quitamos y ponemos chicos aquí y allá. Revisamos las vacunas. Ajustamos los horarios. Rehacemos cositas y le damos –click- a guardar.

Tenemos un gran archivador metálico instalado en la enfermería. Gran noticia. Ahora tenemos que comprar carpetas –colgantes- para ir clasificando la tonelada de documentación que anda pululando por ahí. Ya veremos cómo hacemos con las radiografías porque seguro que no caben en los cajones.

Nos ponen la comida, así que en lugar de ir a comer a Calcuta, nos quedamos en el cole.

El Brother no está. Estamos un rato mareando la perdiz y cuando ya nos disponemos a volvernos aparece en una de las furgos. Más tarde aparecen Ana y Javi. Están contentos, parece que todo ha ido muy bien en el Birla. Les acompañamos al comedor para que nos cuenten mientras comen. A Supriya la ingresarán el domingo para practicarle un cateterismo el lunes. El resultado decidirá si hay operación o no.

Al terminar, llamamos al padre de Supriya para explicarle el problema, el tratamiento y cómo lo vamos a hacer. El Brother hace de traductor y Ana va haciendo dibujos en un cuaderno para hacer la explicación más sencilla. El hombrito sigue la cosa como puede, asiente y, al final de la explicación, nos pregunta si con la operación del corazón a la niña se le curará el síndrome de Down.

Volvemos a Calcuta. Nos vemos con Dani y Concha en Raj’s mientras tomamos un café (con cinnamon roll en mi caso). Están contentos, la mañana también ha sido productiva para ellos. El especialista de máxilofacial quiere ver a Soumitro y nos dirá si puede hacer la cirugía. En cuanto al transplante de médula, va a ser tremendamente caro. Si podemos encontrar un donante compatible –en la familia, por ejemplo- costará alrededor de los 25.000 euros, pero si la médula tiene que venir desde Alemania, la cosa se dispara hasta los 80.000. Mucha tela.

Nos damos una vuelta por Park Street en busca de las carpetas colgantes para el archivador de la enfermería. Ni rastro. Vamos hasta New Market, chez Pinku, que nos lleva a un puesto especializado. Ni rastro. Ya el hecho de explicarlo fue toda una odisea (al final hubo que hacer un dibujo para que se enteraran). Aprovechamos el viaje para encargar 300 estuches pequeñitos de plástico transparente para que los niños metan los cepillos de dientes porque ahora los meten todos juntos en unos botes y la cosa no es muy higiénica que digamos. 15 rupias cada uno (unos 20 céntimos).

Pasamos de nuevo por Park Street para comprar unos egg rolls, regresamos al hotel y nos los comemos en nuestra fantástica terraza.

Acabamos la jornada con cuboducha y colada.

sábado, 3 de agosto de 2013

SUNDERBANS


 



 

 

 
 

1. RISE.


1. Rise.

Los niños vuelven a llegar antes de las siete de la mañana. Esta vez no nos gritan por los huecos de la pared. Gritan sin más. He dormido más que ayer, pero el cuerpo me sigue doliendo igual. Dicen las malas lenguas que esta noche he roncado como un tigre de Bengala. Javier ha pasado la noche durmiendo en una silla y dice que es bastante mejor que la tabla-sauna. Me siento débil. Mi herpes se ha multiplicado. Milagro. En lugar de multiplicar panes y peces, multiplicamos herpes y diarreas. Por cierto, Dani va al baño y se declara oficialmente en alerta naranja.

Comienza la jornada con esa cadencia cansina que tienen los Sunderbans. Nos lavamos la cara en la fuente, nos limpiamos un poco el cuerpo con las toallitas, desayunamos algo, nos sentamos a ver la vida pasar…

(Inciso) La hospitalidad en este lugar, no sé si considerarlo tan cercano o tan lejano de la “civilización”, es tan extrema que Sidarta y Shibu han pasado estas dos noches durmiendo en la habitación que hace de dispensario (y allí ni siquiera hay tableros), en lugar de hacerlo en su casa, por si teníamos algún problema y las cocineras han pasado todos estos días cocinando para nosotros de sol a sol en lugar de estar en sus casas atendiendo a sus familias. Dicho esto, también dejo caer que ha habido gente del grupo (españoles por el mundo…) que más de una vez ha dejado la comida que nos han estado preparando durante todo el día para comer el jamón, el chorizo y las latas que se han traído en una bolsita. Ahí queda. (Fin del inciso).

Maite y yo, en posición “viendo la vida pasar”, planificamos con el ordenador el trabajo de las próximas dos semanas, sin prisa. Las doctoras ven a los últimos niños que les quedan. Soñamos con una ducha. No es que desprendamos mal olor y eso, pero nos sentimos realmente sucios. Grabo unas pequeñas secuencias con la cámara de vídeo que ha traído Maite. La idea es hacer una presentación sobre el lugar que formaría parte de un proyecto de salud para la zona. ¿Nos financiará la Universidad de Salamanca? Veremos.

Ayer, olvidé contarlo, estuvimos grabando unas pequeñas entrevistas a Sidarta, Shibu y Mousumi. Fue un momento muy divertido –momento Bollywood-. Para ellos fue tremendo hablar delante de una cámara y luego verse en el ordenador. Se morían de la risa.

Después de comer, tenemos una pequeña reunión como de “resumiendo”, con los tres. Les decimos que nos preocupa el dispensario, demasiada medicación, demasiado descontrol. Veremos cómo lo solucionamos. Proponemos informatizar todos los registros (entradas y salidas de medicamentos, especialmente) para que nos los puedan enviar regularmente.

Es curioso, a lo largo de estos días hemos tenido, sobre todo con Sidarta, momentos tensos en los que él se ha sentido incómodo (“están controlando/cuestionando lo que hago”), alternados con momentos mágicos (“sois como parte de mi familia”). En todo caso, ahora que llega el momento de despedirnos, Sidarta parece el más emocionado. Nos hace un pequeño discurso sobre lo que valoran que estemos allí ayudando a sacar adelante todo aquello. Las chicas hacen un esfuerzo y consiguen no llorar (parece ser que en esa zona resulta sumamente violento ver llorar a alguien). Vienen unos niños pequeñitos, nos cantan, nos regalan unas flores y nos ponen una gota de agua en la frente con una flor chiquitina.

Es curioso (segunda parte) que encontremos las mayores muestras de generosidad en los lugares más humildes, en aquellos en los que no tienen nada.

Llegan los conductores y se ponen a comer. Vienen dos furgonetas; en una viajaremos nosotros seis hasta el hotel. En la otra, dos niñas, una con su madre y otra con su padre, que tienen una cita mañana en un hospital de Calcuta. Nosotros corremos con los gastos.

Una de las niñas tiene un pequeño problema de taquicardias y la otra niña es Supriya. Síndrome de Down, cinco años y un grave problema de corazón. Durante un año hemos propuesto operarla y en todos los sitios la conclusión ha sido que es prácticamente imposible. Demasiado riesgo. Finalmente, en uno de los hospitales, el Birla (y tras dos citas fallidas con el médico) nos han dicho que quizás se pueda hacer, así que le van a realizar unas pruebas y en función de los resultados, sobre todo de la presión pulmonar, nos dirán si se puede seguir adelante –a pesar de los riesgos- o no. Para nosotros es fantástico ya solo que haya una posibilidad. Detrás de esto hay un enorme trabajo de nuestro equipo de médicos, que son unas máquinas. Mil gracias a todos, sobre todo a Ana y a Conchita; he tenido la suerte de trabajar cerca de ellas todos estos días y, francamente, son ejemplos a seguir.


Vale, pues eso, que los conductores ya han llegado. Allí de pie, con la mochila preparada, mientras contemplo el paisaje una vez más, me doy cuenta de que me siento bien. No he ido al baño en toda la mañana y me vuelvo a sentir con energía. He vuelto. I rise.

Viajamos durante una hora por un camino de cabras lleno de baches. Hace un calor horrible. Paramos en un pequeño hospital de atención primaria, por no decir precaria, que hay en un pueblecito que nos pilla de paso. Es el más cercano, el primero al que acuden estas gentes cuando hay una urgencia. En la mayoría de los casos, a poco importante que sea el problema les trasladan a Calcuta (más de tres horas de camino, así que vayan haciendo sus cálculos…). Tenemos ganas de echar un ojo. El espectáculo es desolador. Está lleno de mierda y se cae a cachos. Ana y Concha nos dicen que no toquemos nada (NI SE OS OCURRA TOCAR NADA). Camillas metálicas oxidadas, gente tirada por el suelo, camas por los pasillos. Y ese olor. Como veinte personas a nuestro alrededor que no nos quitan el ojo de encima, como si fuéramos extraterrestres. Un pensamiento unánime: si nos ponemos enfermos aquí –enfermos de urgencia- estamos bien jodidos.

Después de un buen rato dando vueltas de acá para allá, conseguimos hablar con un médico. Conchita y Dani hablan un rato con él, le preguntan si es posible que Sidarta venga aquí de vez en cuando –una o dos veces por semana- para hacer prácticas en el dispensario del hospital porque es urgente que mejore su formación. En principio parece que es factible. Le damos las gracias al doctor, apuntamos su número de teléfono y salimos pitando de allí. El resto del viaje es un infierno, hace un calor indescriptible, no se puede ni respirar, la camiseta se me pega al cuerpo… Luego, a medida que llegamos a Calcuta, empiezan los atascos, el ruido ensordecedor de los pitidos, el olor, los cuervos… Se me hace larguísimo, pero finalmente nos plantamos en el hotel. Hora de darnos una ducha, hacer la colada y reconciliarnos con el mundo.

Volvemos a cenar una vez más en el Jojo’s (me empieza a parecer ya un castigo esto de comer en guirilandia, pero ya queda poco para poder independizarme).

Nuestro nivel de agotamiento es bastante severo.

Ya en la habitación, Maite me vuelve a hacer de Chus y se queda dormida (chino-tronco) mientras yo escribo un poco con las últimas energías que me quedan.

viernes, 2 de agosto de 2013

31. TOUCHÉ.


Antes de las siete de la mañana, una horda de niños nos empiezan a gritar por los huecos de la pared. Parece una broma. Un ratito después aparece Shibu para decirnos que tenemos que abrir la puerta porque necesitan una llave que está dentro. Me levanto, en calzoncillos, y abro la puerta. Ole.

La noche ha sido un desastre. Entre el calor y el dolor he dormido poco y mal. La tabla me ha dejado el cuerpo hecho polvo. Creo que tengo una edad en la que ya no vale todo. Me siento como si me hubieran pegado una buena tunda. Además tengo un herpes en el labio. Muy bien. Y, aprovechando que estoy de pie y no me siento muy bien, voy al baño. Guay. Después de tres años persiguiéndome, la diarrea me ha cazado. De puta madre. Como no tenemos ducha, me acerco hasta la fuente, bombeo, me lavo un poco la cara y entro a la habiación-sauna. Completo mi toilette con unas toallitas húmedas gentileza de Ana. El resto de la gente también se levanta con cara de culo y gestos de dolor. Creo que no soy el único que ha pasado mala noche.

Hoy no llueve. De hecho hace un sol fantástico. Desayunamos tortitas con una especie de patatas finas, medio fritas (del estilo a las que se hacen para preparar la tortilla de patatas). Me hago un roll –muy rico- y otro par de ellos con nutella (que hemos traido de Calcuta). Rico, pero mis tripas no paran de hacer ruidos raros y dar vueltas.

Las doctoras vuelven a sus consultas. No puedo con el alma. Me siento a ver la vida pasar. Al final estoy tan roto que me vuelvo al tablón a dormir un rato. Caigo redondo. En realidad, todos duermen un rato: Maite y Javier sentados en la silla y Dani, tumbado. Da pena vernos. Al final de la mañana, las doctoras acaban con lo suyo, Ana se tumba a dormir y los demás nos damos un paseo con Shibu. Andamos por caminos de barro (hoy, seco), entre palmeras y campos de arroz en los que la gente trabaja con el agua por encima de las rodillas. Vamos a otro pequeño cole del Brother, otra casa con el techo de paja que se usa como aula para dar clase a niños de 3 a 5 años. Allí están los chiquitines, en el suelo, aprendiendo letras y números que nos recitan en inglés. Me parto con ellos.

Shibu nos enseña su casa. Los indios son muy hospitalarios, un poco al estilo marroquí, les gusta mucho que entres en tu casa y te acogen como si fueras un presidente del gobierno. La casa de Shibu mola, es bastante grande (con dos pisos) y las paredes están cubiertas de barro, así que está fresquita. Tiene placas solares y antena parabólica. Shibu no está casado y vive con seis personas de su familia (madre, hermanas, sobrino…). Comemos coco recién cortado y saludamos a la madre. Shibu está más ancho que largo.

Volvemos al dispensario-cole y volvemos a comer arroz con lentejas y cosas. Los retortijones son una sinfonía, pero las doctoras me dicen que si el cuerpo me permite comer, tengo que comer. Guay. Ana me prepara un suero oral. Así que, tras la comida, me siento en una silla y veo la vida pasar con la botella naranja al lado. Dani me mira como diciendo no sé cómo coño te puedes beber esa mierda. Las doctoras vuelven al tajo. Mi energía ya toca suelo. De vez en cuando me doy el paseíllo de la silla al baño y viceversa. Ag. La tarde se me hace eterna. A eso de las cinco y pico nos damos otro paseo, esta vez hasta el río. Un paisaje magnífico. Estoy fatal y Maite también –en su caso no es diarrea, es jaqueca-.

A la vuelta, ya de noche, las doctoras empiezan a vaciar armarios llenos de medicinas para hacer un inventario. Me apunto. A Maite se le empieza a pasar el dolor. Yo sigo con lo mío, todo cuesta arriba. Contamos antibióticos, paracetamoles y cosas así. Medicinas para abastecer a un regimiento. Al médico se le ha ido la olla, definitivamente. Las doctoras están que trinan porque el doctor solo está allí una mañana por semana y los encargados del dispensario no deberían dar medicamentos a nadie, puesto que no están cualificados para ello, y sin embargo los dan.

Ceno –modo samurai- y me voy al tablón mientras el grupo discute sobre el futuro del dispensario.

Anuncio públicamente que al día siguiente estaré bien.

30. SUNDERBANS.


Mi teléfono yanqui fabricado en Asia suena a las 5.15. Eso hace un total de apenas cuatro horas y media de sueño. Menos da una piedra. Me está bien por escribir de noche.

Dos furgonetas nos esperan afuera. En una viajamos el Brother, Ana, Javier, Ambar (traductor) y yo –aparte del conductor-; en la otra, Maite, Concha y Dani. El viaje transcurre tranquilo y rápido, a estas horas hay poco tráfico. Menos de cuatro horas con pausa para el té y unas galletas. En lugar de dormir en la furgo, como hace el resto de la gente, me paso el camino hablando con Ambar. Es un tipo indio de 23 años de edad que quiere hablar muchas lenguas –ya habla con soltura inglés y español-, viajar por muchos países, aprender mucho y ser director de cine. Una buhardilla bien amueblada, me parece a mí.

 

Llegamos a Sunderbans. Cómo describir algo que es indescriptible… Sunderbans es el nombre de un área situada en la selva de Bengala. Se encuentra en el delta del Ganges y está formada por islotes, algunos accesibles por carretera y otros solo por el río, en barcas. Aquí se encuentran los 200 últimos ejemplares de tigre de Bengala, así como cocodrilos, serpientes y demás fauna selvática. Allí donde miro solo veo agua –río, lagunas, campos de arroz- y una vegetación exuberante, muy verde, llena de palmeras. De alguna manera, el tiempo se ha detenido aquí.

Las furgonetas se paran en mitad de un camino. Hemos llegado. Aparece Sidarta, el encargado del dispensario, con una sonrisa de oreja a oreja. Allí estamos con nuestras mochilas, nuestra bolsa de comida y nuestros 50 litros de agua. Delante de nosotros una pista de barro. Esto va a ser divertido. Maite resbala y rompe su sandalia. Yo tomo nota y me las quito (las sandalias de la ducha son el único calzado que he traído a la selva). Cojo mi mochila y una garrafa de agua. Mis dos primeros pasos son resbalones. Los pies se me van para todas partes. Sidarta amaga con llevarme agarrado de la mano, pero escapo. Casi prefiero caerme con dignidad y elegancia. Bueno, con dignidad. Jaja. Me pongo en modo Surf, o sea, flexionado y preparado para la costalada. Un hombre mayor, que se lo está pasando pipa con mis torpes maniobras para mantenerme en pie, me indica el truco: hay que flexionar los dedos de los pies, en posición garra de águila, para agarrarme al suelo. Pruebo y la cosa funciona bastante bien, así que acabo cogiendo ritmo, a pesar de dos o tres resbalones. Mientras tanto, Ana se estampa. Le toca pagar cena, jajaja.

Llegamos al dispensario/escuela, una estructura de ladrillo, cemento y techo de paja (la parte de abajo la hizo el cerdito trabajador y la de arriba el cerdito gañán, no sé qué pasará cuando venga el lobo. O el tigre). Está formada por 6 habitáculos (no llegan a habitaciones) que sirven de aula, dormitorio, despacho, consulta médica, consulta homeopática o sala de reuniones, según se tercie. No hay sillas ni pupitres para los niños, que trabajan sentados en el suelo, sobre una esterilla. En lugar de ventanas, hay unos huecos hechos en la pared con los propios ladrillos. De lado a lado, se ha construido una especie de corredor de poco más de un metro de ancho cubierto por la propia estructura del techo de paja.

Enfrente del dispensario hay un espacio formado por hierba y barro, donde los niños corren y juegan descalzos y no se caen. Manda huevos. Yo al segundo paso estaría en el suelo todo lo largo que soy. A un lado hay una fuente-bomba de hierro, como las del Oeste. La fuente, ese punto de agua potable –el año pasado se analizó y, efectivamente, lo es- es una especie de centro neurálgico de vital importancia. A su alrededor hay un tráfico constante de gente que viene y va, se lava, friega, habla y carga con cántaros de agua.

Hay que tener en cuenta, para hacernos una idea, que la electricidad, el agua potable y la telefonía móvil –por poner tres ejemplos de necesidades básicas- han llegado a esta zona en los últimos 3 o 4 años. La fuente es nuestro único suministro de agua.

Nuestro dormitorio es uno de estos habitáculos oscuros, de unos 20 metros con un par de mesas y dos tableros que nos servirán de cama. No tenemos enchufes, cuarto de baño ni grifos. Afuera hay una letrina. Permítanme ahorrarme la descripción del lugar y su olor. Digamos que es un lugar que despierta muy pocas fantasías eróticas, vamos.

Vemos a los niños en las pequeñas aulas. Esos ojos oscurísimos, expresivos, llenos de alegría y curiosidad cuando nos ven. Y algo de miedo y vergüenza también.

Hablamos con Sidarta y Shibu (encargado del cole). A las tres llega el médico. Lo hemos contratado para una visita a la semana en la que ve a 50 niños (¡¡¡¡). Hablamos con él. Claro, uno dice “hablamos” y yo qué sé, te imaginas a unas personas hablando y ya está, pero no. A ver, voy a intentar describir la cosa. Nos metemos en el oscuro y minúsculo habitáculo-cabaña ese (en el que será nuestro dormitorio) el Brother, Ana, Concha, Maite, Dani, Javi, Sidarta, el traductor –mourinho- y yo (no me pregunten cómo cabíamos) y todavía tenemos los huevos de poner una silla en medio para que se siente el doctor y empiece el interrogatorio, mitad en inglés, mitad en bengalí, con Ambar traduciendo de todas las maneras. Una estampa, al hombre le sudaban hasta las gafas.

Bueno, al final, el hombre entra en la consulta –que hay cola- con Ana y Conchi haciendo marcaje a toda cancha y los demás nos quedamos fuera, sentados en sillas y mirando el paisaje, una postura en la que pasaremos muuuucho tiempo los próximos días. El Brother ya no quiere hablar más y se tumba en uno de los tableros.

Afuera llueve como el demonio y nosotros viendo la vida pasar. Acaban las clases y los niños se van acercando poco a poco. Los más atrevidos nos tocan. Les hacemos fotos y posan. Vienen a ver la foto en la pantalla de la cámara y se mueren de risa. Así pasamos un rato.

Cuando acaba la consulta, al final de la mañana, hay una nueva encerrona con el médico. Esto nos gusta, esto no nos gusta, cómo va a hacer usted esto…

Vale. El Brother y Ambar se vuelven a Calcuta y el médico a su casa. Los demás comemos arroz con lentejas. Jaja. Bueno, nos ponen algunas verduras y cosas así. Super rico. Estamos muertos de cansancio, sobre todo los que no hemos hecho nada, y nos echamos una siesta monumental, como si nos fuera la vida en ello. Los mosquitos aprovechan para darse un banquete. Después, Ana y Concha, que curran como mulas, siguen viendo a niños de los que están apuntados en su lista de pendientes mientras los demás cogemos postura y vemos la vida pasar.

Después de cenar y de la cháchara, Sidarta y Shibu nos preparan el chiringuito. Una estructura de red para los mosquitos, como dos peceras, sobre las tablas-cama y un ventilador atado a la mesa con una cuerda y con dos cables enchufados al techo. Una parte de la instalación eléctrica, por cierto, funciona con placas solares. Ole.

Solo queda tumbarse sobre la tabla, apretados unos contra otros (tres en cada una), con la lluvia, los grillos y las ranas como relajante ruido de fondo.

... Y Maite

Dani

Antonio

Walkin' dead