Me despierto pronto, pero con la calma de saber que no hay
que madrugar. Por lo tanto, remoloneo, me duermo otro rato y me levanto con
calma. A las nueve, desayuno en el Blue. Hoy va a haber mucha tela que cortar,
así que más nos vale estar bien coordinados y ser eficientes.
Antes de coger el metro, me voy a acompañar a Moni en busca
de especias. Y ese rato, esos quince minutos callejeando por la trasera del New
Market… hm. Nostalgia. Nos hemos acordado mucho de esos años en los que nos
perdíamos por las calles, en los que queríamos saberlo todo, probarlo todo… Sin
embargo, este año, por las circunstancias que sean no hemos sido capaces de
disfrutar de verdad de la India. Ella
no ha salido de Sudder y yo no he salido de la habitación. Agotamiento físico,
enfermedad, cansancio mental, calor… no sé, pero este año la experiencia (fuera
del trabajo de voluntariado) ha sido desnatada, descafeinada, baja en calorías
y emociones y profundamente aburrida. 100% decepcionante. Es triste darse
cuenta prácticamente el último día, aunque es cierto que ya lo hemos comentado
antes.
Esta mañana me preguntaba Kika si me gustaría echar el
tiempo atrás tres semanas y recomenzar todo de nuevo. Creo que sí, aunque no
sea más que para intentar volver a disfrutar de este país como a mí me gusta
disfrutarlo.
A las once estamos en el cole y nos ponemos en marcha.
Empezamos montando afuera (en el pasillito cubierto de la entrada) una pequeña exposición
de los trabajos que hemos estado haciendo estos días con los niños. Los
pinchamos en los tablones y los colgamos con pinzas en cuerdas que hemos
instalado. Hay cosas muy bonitas. También sacamos el principito sobre una mesa.
A las doce nos ponemos a ensayar con los chicos mayores. Tira
y afloja con ellos, como casi siempre, sobre todo con las niñas, que tienen
muchísima tontería en el cuerpo.
A la una, nos unimos al batallón comida: preparar sándwiches
de nutella y construir cucuruchos con papel de periódico.
A las dos, comemos.
A las tres, empezamos a bailar el flashmob. Una repetición y
otra y otra, grabamos y grabamos. Acabamos empapados. Los niños tardan
muchísimo en entrar en la dinámica, pero al final, ya por aburrimiento, la cosa
empieza a fluir. Los italianos se unen, animan un poco la cosa y se lo pasan
pipa. El bro aparece por allí, pone orden con los niños y grabamos dos buenas
tomas. Esperemos que el vídeo quede chulo.
A las cuatro, concierto. Hoy los niños están aleccionados y
cantan bien, con ganas, con carácter. Esta vez, cantamos en interior. Mucho
mejor, a pesar del ruido de fondo de gente hablando. Salen las pequeñitas y se
defienden como gato panza arriba, sin técnica pero con todo el descaro del
mundo. Mil veces mejor que las mayores, que están demasiado ocupadas
gestionando sus hormonas.
Moni y yo nos miramos y no hace falta decir nada, aunque lo
decimos. Estamos tan cansados y al mismo tiempo tan contentos… Momentitos de
magia. Nos acordamos mucho de Karmela. Le habría encantado estar allí.
Afuera empieza a diluviar verdaderamente en serio.
A las cinco, merienda. Intentar organizar el caos. Porque
los niños, que son adorables y nos encantan, en ocasiones como estas sacan la
alimaña que tienen dentro, el superviviente callejero y son capaces de empujar,
aplastar y golpear a los demás para abalanzarse sobre la comida y llevarse la
mayor cantidad posible. Así que los voluntarios, junto con las massis, nos
conjuramos para mantener el orden. Hacer que los niños se sienten en las mesas e
ir sirviéndolos. Intentar que no te engañen (y lo intentan continuamente)
diciéndote que no les has dado comida, mientras se la han escondido. Intentar
que se cuelen donde están las bolsas llenas de comida para robar algo. Difícil.
Pero más o menos se consigue, quitando algún momento de descontrol, como cuando
una minijauría se ha lanzado sobre una bolsa de patatas que el cura que viene
con los italianos ha tenido la brillante idea de abrir sobre una mesa.
De nuevo, esa sensación agridulce. Todos estos niños llevan
dentro la bella y la bestia y nunca sabes bien cuándo va a salir una u otra.
Porque cinco minutos después de una batalla campal por una bolsa de patatas se
abrazan a ti y lloran porque no quieren que te vayas y te olvides de ellos.
Todo eso sucede así, pim pan, todo junto, y te aturde ese revoltijo de ruido,
emociones y sensaciones.
Le digo adiós a Rachida, la niña de mis ojos, que no para de
llorar.
Le digo adiós a Moidul y Rajan –que me dice que me va a
echar mucho de menos-.
Y –un, dos, tres-, desaparezco.
Salgo disparado en el todoterreno del dueño del Jojos, ese
señor tan serio del turbante, que ha tenido la amabilidad de compartir la tarde
con nosotros conociendo el proyecto, ayudándonos en el comedor (les daba
galletas a escondidas a los niños, jaja). Vuelvo con Pilar C., David, Carmen, Conchi,
Marta y una chica guapa que no sé quién es. Sigue diluviando y hay calles
inundadas, como en los viejos tiempos. El tío pone el aire acondicionado a toda
caña, así que llegamos congelados a Sudder Street. Como sigue lloviendo a
cántaros, espero a Mónica y Maite en el Jojos. Me tomo un té con gengibre,
limón y miel y un yogur con mango. Me leo los periódicos.
Ya en hotel, Mai, Moni y yo nos despedimos (ellas se van de
madrugada). Los gestos, los abrazos, las miradas dicen mucho más que las
palabras. Hemos compartido tres semanas tremendamente intensas, para lo bueno y
para lo malo. Juntos un día tras otro, así hasta 22. Nos echaremos mucho de
menos, está claro.
Mañana día de descompresión. Nada que hacer, casi nada de
dinero ya en el bolsillo. Solo queda recoger, pasear y descansar.
Los niños estarán rondándonos por la cabeza todo el día.