viernes, 31 de julio de 2015

Día 31. Fin de Julio. Viernes. Transición


Pues como hoy no ha pasado nada reseñable, voy a ser especialmente breve y así descanso. Por cierto, se acabó Julio y, por lo tanto, ya he gastado la mitad de mis vacaciones. Ecuador.

Me despierto a las seis. Parece que en la India suelo despertarme entre las cinco y las seis. Al menos eso dice la estadística. Ya decía el año pasado que depende del ciclo solar. Y es que soy un bicho eminentemente diurno, con lo que mi tendencia natural es levantarme con el sol y ralentizar seriamente mis funciones vitales en cuanto éste se pone. Siempre puede uno hacer alguna excepción, pero vamos, en general la cosa funciona así.

Maite se despierta como hora y media después, me mira y me dice ¿Tú no ibas a dormir hasta tarde? Claro. Ya me gustaría. En fin.

Nos tomamos un desayuno vip en el Flurrys y mientras Mai se va al cole a organizar, yo me voy a Sudder, dejo la ropa de Nepal en la lavandería (dos pantalones y cuatro camisetas = 150 rupias, como 2,14 euros), mañana que no se me olvide recogerla… Compro pijaditas de aseo. No hay que olvidar, como decía el año pasado, lo importante que es ese momento de la ducha, en el que te reencuentras con la versión limpia de ti mismo…

Vuelvo al hotel. Pido una habitación –hoy empiezan a llegar voluntarios-, cuelgo el mini álbum de fotos de Nepal, se me cae una lágrima, escucho música, leo periódicos, recojo mi equipaje una vez más y me voy al aeropuerto a buscar a Conchi, voluntaria nueva que viaja sola. Me divierte ver Calcuta a través de los ojos de la gente que llega por primera vez.

Y llueve durante todo el día. Sobre todo por la tarde. Diluvia.

Y poco más. Trámites, compras, primer contacto con la cosa y ya por la tarde, Laura con Beatriz y Patricia… ya somos seis. Instalarse. Cenar. Descansar.

Ps: Mientras estaba cargando las fotos de Nepal esta mañana, me acordé de algo que me hizo muchísima gracia. La noche del martes, cuando llegamos derrengados a Kathmandú y le dijimos a Seazan que queríamos alojarnos en el centro, en el Potala, nos miró muy muy serio y nos dijo que teníamos que tener muchísimo cuidado porque por esa zona, por la noche había gays y lesbianas. Jaja. Y nos lo repitió un par de veces. Preocupadísimo el chico. (Y yo diciéndole a Mai: Pues a mí las lesbianas me ponen…).

jueves, 30 de julio de 2015

NEPAL

Así esla vida en Gandaki. Gente de campo acostumbrada a sufrir. Duros hasta decir basta. No todas las fotos son bonitas, ni divertidas, ni fáciles de ver. Lo sé. Sin editar, tal cual, en el orden, incluso, en que están hechas.
(¿Qué esperaban, que fuera amable?)

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Y un recuerdo para nuestro amigo Seazan, que pasó el día con nosotros, echando una mano. Gracias.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

27-28-29-30. VIAJE A NEPAL


Nos despertamos pronto. Hacemos la mochila de Nepal y recogemos todo porque hay que dejar la habitación. Volvemos a desayunar en Au Bon Pain. Un pequeño vicio que nos permitimos de vez en cuando (por poco tiempo, en todo caso). A la vuelta, dejamos las maletas en el cuarto de siempre y nos bajamos con nuestra pequeña mochila nepalí para no tener que facturar.

Estos trámites son siempre pesados. Siempre. Un largo viaje hasta el aeropuerto. Pasas un control y luego otro. Esperas. Y te piden el pasaporte tantas veces que pierdes la cuenta. Y pasas el equipaje (Maite y yo con un montón de dinero en metálico encima…). Y te cachean (yo sé que lo hacen porque les molo). Y esperas. Y la gente, que es imbécil por definición –desafiando cualquier teoría de la evolución- berrea cuando habla por teléfono. Y esperas. Y haces cola para entrar…

(Luego el vuelo no es gran cosa, como una hora y cuarto).

 

Y sales. Y haces cola. Y rellenas papeles (el visado nepalí se hace en el mismo aeropuerto). Y vas de una ventanilla a otra. Y pasas otro control. Y te vuelven a pedir el pasaporte no sé cuántas veces.

Bueno, eso es más o menos la cosa: para un viaje de una hora y poco, gastas cinco como mínimo. Y gastas mucha paciencia también.

Y estamos en Nepal. El primer numerito: hay que cambiar dinero. Le pregunto al tipo si tiene cambio para una gran cantidad de dinero. Me mira en plan jugador de póker. ¿Cuánto? 18.000 euros. Me sigue mirando y no dice nada (supongo que pensará que me estoy tirando un farol). ¿Ok? -le digo-. Me vuelve a preguntar cuánto quiero cambiar. 18.000. Euros. No reacciona. Pregunta una vez más (como diciendo, venga, ahora en serio, tío): ¿Pero en realidad cuánto vais a cambiar? 18.000 euros. Maite se lo escribe en la calculadora. El hombre dice que lo tiene que consultar a su jefe, así que llama por teléfono. Después de un rato, nos dice que podemos cambiar 4.500 cada uno. Como somos tres, nos salen 13.500. Mai y yo empezamos a sacar billetes de las profundidades de nuestras mochilas, por aquí y por allá. Plack, un taco de 5.000, plack, otro taco de 5.000… y así sucesivamente. Y nos lo cambian en billetes de 1000 rupias nepalíes. Dado que el cambio está más o menos a 110, nos está dando 13.500 euros en billetes de nueve euros, no sé si se hacen una idea. Un fajo, dos fajos, tres fajos, cuatro fajos… así hasta como 15. Más de un millón y medio de rupias. Nos da una especia de bolsa azul, como de basura y para allá van los ladrillos de billetes. Ríete tú de los narcos mexicanos. Y todavía nos quedan otros 4.500 euros.

Nos vienen a buscar nuestros conductores (el Bro ya había quedado con ellos). Entramos en un furgonetino y nos llevan a otra oficina a cambiar el resto del dinero. Por el camino me dan ganas de cantarme unos narcocorridos. Lo malo es que no me sé ninguno. Nos dicen que con ese vehículo no llegamos hasta allá porque es un camino jodido –ya os puedo asegurar que no habríamos llegado ni jartos de vino-, así que cambiamos de vehículo: un hermoso Scorpio mega todoterreno. ¿De qué marca? Mohindra. Yo tampoco la conozco. Creo que es india. El caso es que la broma nos va a costar el doble.

A todo esto, si no te fijas demasiado, Kathmandú sigue siendo la ciudad sucia y caótica de siempre, con gente que camina por la calle con mascarillas. Nada nuevo. Si te fijas atentamente entonces sí que te das cuenta de los edificios medio derrumbados, de los edificios apuntalados, de los edificios que están construyendo nuevos… Pero si te fijas, vamos, porque Kathmandú es un hervidero de actividad, con vehículos moviéndose ruidosos –joder que sí- de un lado a otro. Porque la vida siempre se abre camino, siempre continúa.

 
Salir de la jungla de Kathmandú es una aventura porque los atascos seguro que se ven desde la luna. Y con el festival de claxon como ruido de fondo, al estilo indio. El viaje se hace largo y pesadísimo. Viajamos seis personas: Maite, el Broher y yo, con un muchachito llamado Seazan –que ya viajó con el Brother la última vez-, el conductor y otro tío que no sé quién es (¿su hermano?, ¿su socio?). Horas y horas.

Las carreteras de Nepal no son alegres. Son carreteras de montaña, estrechas, peligrosas, llenas de curvas, sin ningún doble carril en ninguna parte, tan solo dos estrechos carriles, uno de ida y otro de vuelta, y gracias (que a veces ni eso). Y lo peor de todo: hay más camiones que coches, de manera que la mayor parte del camino lo hacemos entre 40 y 60 km/h. Y adelantando en curvas sin visibilidad –con el método de tocar el claxon, que aquí sirve para todo-. Para nosotros es una ruta suicida. Para ellos no, porque están acostumbrados y todos juegan al mismo juego, están atentos por si tienen que frenar porque viene alguien de frente y la cosa fluye de manera bastante natural. Además, como aquí no existen los arcenes, cuando un coche se para por el motivo que sea, se para en el puto medio de la carretera, sin más. Imaginen…

Vale. Llegamos a no sé qué sitio a las tantas (bueno, hay que decir que aquí es de noche como a las siete de la tarde) y nos paramos a cenar y dormir. En ese orden. Hostal Annapurna. Dos habitaciones: una para Maite y yo, que ya casi somos pareja de hecho porque también estamos compartiendo habitación en el Sunflower, y otra para los otros cuatro (jaja). Maite y yo nos estamos una hora contando dinero antes de bajar a cenar. Arroz con cosas. Y un cervezón más que merecido. Después de cenar el Brother dice que nos vemos al día siguiente a las cinco de la mañana (ole) y que metamos el dinero en 105 sobres (ole). Sin comentarios. Maite y yo perdemos la noción del tiempo, sudando el alma porque la habitación es una sauna, rodeados de fajos de billetes y sobres. ¿Síndrome Bárcenas? El que diga que el dinero es divertido, miente. Es un coñazo de mucho cuidado. Ya lo siento por la gente que trabaja en los bancos y se pasa el día manoseándolo. El dinero da asco. Les puedo asegurar que de lo que entran unas tremendas ganas es de lavarse las manos. Con ganas. En fin, llenamos la bolsa de sobres, ducha con agua fría y a dormir un rato.

Al día siguiente, a las cinco menos cuarto, arriba. Up. Qué sensación de cansancio tan grande. Y lo peor es que sabemos que nos espera un día tremendo. Recogemos las cosas y bajamos. Ha diluviado por la noche. Esperamos y esperamos como si estuviéramos en un aeropuerto. Está feo decirlo pero el bro baja como una hora tarde. Desayunamos un café con una especie de torrijas (pero no tienen miel ni azúcar) y pillamos carretera. Tardamos cerca de una hora en llegar a Gorkha. Por cierto, son muy famosos los cuchillos –machetes- de allí. Nos dicen que como ha llovido el camino está muy impracticable. Hay blabla entre unos y otros y al final nos pasan a otro vehículo con otro conductor –y lo que le paguemos lo descontaremos de lo que les íbamos a pagar a estos-. El vehículo sigue siendo Mohindra, pero modelo pick-up, más grande, una mole. Lo conduce un chavalito de rasgos orientales que sonríe mucho. Estilo nepalí total. Y empieza la aventura: me cojo la Gopro y dejamos atrás el asfalto para meternos en un camino que es una especie de barrizal a ratos y un pedregal otros ratos. En todo caso, en cada tramo me voy preguntando si el coche saldrá de ahí. Y empuja, gime, golpea, salta, rebota y nosotros rebotamos con él. De vez en cuando me doy algún buen trallazo en la cabeza contra el marco de la puerta. Como me dé dos o tres como estos, me quedo privado –me digo a mí mismo, imitando a Joaquín Reyes imitando a su vez a M. Tyson (Bum, toma hostia en la cepa de la oreja… jaja)-. Otras veces el golpe toca en las costillas. Según. En todo caso, es para vernos sacudiéndonos de un lado a otro como marionetas. Así como tres horas largas. Tres horas diciéndonos a cada momento: ay, de ahí no salimos. Y a veces el chico para el coche, se baja, mira por debajo, sonríe como diciendo todavía no lo he roto, y sigue. Primera, segunda, primera, segunda. Castañazo. El París Dakar es para marujas.

El caso es que en una de esas el coche no salió. Hizo crack, se quedó como empotrado en un tocho de barro y ni para adelante ni para atrás. Mamma mía. Como parece ser que no estamos muy lejos de la aldea, cogemos las mochilas, que pesan como un muerto porque llevamos el equipaje para los cuatro días, y seguimos el camino a pie como una hora bajo el sol de Nepal (vamos que acabamos más quemados que el palo de una churrera). Pero las piernas lo agradecen. Y el resto del cuerpo también. Una pequeña jornada de senderismo de las que tanto me gustan (y con la misma mochila de decatlón al hombro).

 


Llegamos al lugar en cuestión. Empapados de la cabeza a los pies. Nos damos una vuelta –yo con la Gopro en la cabeza- para ver un poco el panorama. En realidad vemos cuatro o cinco casas, pero la ayuda es para un área de varios kilómetros con casitas aquí y allá. La zona de Gandaki. La impresión es la misma que en Kathmandú. Te dices pobre gente, lo que habrán pasado, pero lo que ves es cierta normalidad. Gente de campo muy humilde –y sonriente- trabajando y trabajando. No se masca la tragedia, no se ve miseria, no te dan ganas de llorar. Como le decía a mi amigo Jose esta mañana, está mucho mejor Nepal tras el terremoto que la India sin él.

No quiero entrar en la escena de la entrega de dinero. Simplemente no me gustó. Y pasamos muchísimo calor. El resto quedará en la cabeza de Mai y en la mía.

El caso es que se entregó el dinero a algo más de la mitad de la gente que estaba en la lista. El resto de familias lo recibirán en el próximo viaje del Brother, que será a finales de agosto. Y los sobres ya están preparados (jaja). A eso de las dos, nos tomamos un té con unas galletas. Nuestro conductor aparece con su Mohindra, lleno de barro de la cabeza a los pies, sonriente como si le hubiese tocado la lotería. Le aplaudimos. Vaya crack el chaval.

A eso de las tres, recogemos y nos vamos. Esta vez viene otro chavalito –yo le llamo Bruce Lee- que conduce un rato y nos maravilla. Conduce como si estuviese haciendo kung-fu. El volante gira a un lado y a otro sin parar, a toda velocidad, el coche se desliza entre los barrizales, entra y sale de imposibles piscinas llenas de barro. Bruce Lee es la leche. Después de otro rato vuelve a conducir el muchachito otro buen trozo. En ese momento, Seazan nos dice –en plan, ah, por cierto- que este chico en realidad no tiene carnet de conducir, jaja. Mejor que nos lo diga al final, jaja. Y pasan entre botes y traqueteos, con las montañas del Himalaya como testigos, las otras tres horas de vuelta hasta Gorkha. Pagamos a los virtuosos del volante, que se lo han merecido, y montamos en el Scorpio de los otros dos. Vuelta a la carretera. Tenemos el cuerpo deshecho. Yo estoy tan cansado que no sé si estoy cansado o enfermo. Me tomo un paracetamol por si acaso –y por el dolor de cabeza-. Volvemos a parar en el Annapurna a comer algo –lo mismo que ayer, arroz con cosas-. Son como las siete de la tarde. Anochece de nuevo en Nepal. El resto del camino hasta Kathmandú lo pasamos prácticamente fundidos. Perdemos la cuenta de horas que hemos pasado hoy metidos en un coche. ¿Diez? ¿Once? Mai y yo nos decimos que no todo el mundo podría aguantar una jornada como esta. Estamos agotados y tenemos los brazos muy rojos.

Llegar a eso de las once de la noche a Kathmandú no es bonito. Todo está cerrado y en la gente hay gente… intensa, vamos. Y eres más consciente de los montones de escombros aquí y allá. De repente se convierte en una ciudad sórdida. Nuestro amigo Seazan nos lleva al hotel de un amigo suyo. Guay porque es muy tarde y estamos muertos. Pero cuando vamos a ver las habitaciones… bueno, un poema. Hay una música atronadora que retumba en todas ellas (y es que hay una especie de discoteca allá abajo, en alguna parte), el olor es, bueno, indescriptible –y eso que yo no soy muy pijotero con los olores-, esa moqueta sucia, esa roña… realmente un lugar en el que estás seguro de que no quieres estar. Así que nos vamos –muy majos, haciendo creer que con el ruido no podemos descansar pero que si no estaríamos encantados…- y nos buscamos otro. Yo me acuerdo que la cuchipandi de hace dos años estuvimos alojados en el Potala. No es un hotel para tirar cohetes pero al lado de este… un palacio. Le decimos al conductor que nos lleve allá. Y nos lleva a otro Potala, pero no el Potala en el que yo estuve. Y yo con cara de tonto. Sí, vale, se llamará Potala, pero no es aquí… empezamos a estar medio desesperados. Hay un hotel al lado. Se llama Tayoma. Me asomo, pregunto, vemos un par de habitaciones muy chulas. Menos de 20 euros cada una. Sin pestañear, vamos. Y en el Tayoma acaba la jornada. Pagamos a los del Scorpio, nos despedimos y nos vamos a dormir a eso de las doce después de una buena ducha. Fría, pero a estas alturas…

La luz y el ruido de la calle me despiertan a eso de las seis. Bueno, podía ser peor. Aunque no he dormido gran cosa me siento descansado. Remoloneamos un buen rato y a eso de las nueve bajamos a desayunar. Abajo está el brother, todo de blanco, como siempre, como si fuera un totem inmutable. Nos vamos a buscar ese rinconcito que tanto nos gustó a Mai (el año pasado) y a mí (hace dos años): el OR2K. Dimos un par de vueltas, preguntamos –pero como no nos acordábamos del nombre decíamos O2RK, jajaja…- y al final lo encontramos. Superdesayunazo. Qué bien, qué rico todo, qué buen momento. Porque nosotros lo valemos. Dejamos al Bro de nuevo en el hotel para que descanse y nos vamos a hacer compritas. Un día de relax y disfrute (con nueva parada a mediodía en el OR2K para tomar una limonada y un buen hummus). A ratos lloviendo y a ratos gris, pero de peores hemos salido, claro. Jaja.
Recupero sensaciones de Kathmandú porque la última vez que estuve aquí me fui con un sabor agridulce porque esperaba una especie de paraiso en plan Sikkim y la verdad es que es otra cosa. Pero recupero el encanto de las tienditas de los pequeños cafés. De las sonrisas. De las chicas con esos rasgos tan orientales...


Otro rato descansando en la habitación. Y cuando bajamos a cenar –a las siete, que hemos quedado con el santo varón- sigue lloviendo. Decidimos quedarnos en el hotel pero resulta que no tienen nada más que sándwiches. Como que no, vamos. Salimos a caminar bajo la lluvia –nos daba pereza subir a la habitación a por los paraguas-, en busca de un restaurante que teníamos en mente. Pero como empezábamos a estar empapados acabamos en una “crepería”, un antro lleno de gente fumando no sé qué y con música como reggae tropical a toda castaña. En fin. Pues ahí. Maite y yo, que no teníamos hambre nos pedimos un wrap de espinacas y queso o algo así y nos trajeron el auténtico mazacote, jaja. También nos tumbamos una cerveza. Ya que estamos…

El día no dio para mucho más. A eso de las diez ya estábamos fritos los dos.

Y llegó el último día. Muy poquito que reseñar: a las cinco despierto porque no sé quién a esas horas se pudo a dar golpes contra no sé qué, yo qué sé por qué (qué ignorante yo). Y como no pude volver a dormirme estuve hablando un rato con Diego –que aún no se había acostado allá en Casablanca- y leyendo periódicos como un tonto. A las nueve desayunamos en el hotel, luego nos dimos una vuelta y estuvimos descansando hasta las doce –check out-. Comimos pizza en el restaurante en el que queríamos haber cenado el día anterior y taxi al aeropuerto. Ya saben el resto: papeles, cola, cacheo, más papeles, esperar y esperar y todo eso. Salimos del hotel de Kathmandú como a la una y media y llegamos al hotel de Calcuta como a las seis y algo. Todo lo del medio: pesadez.

Y vuelta a instalarnos en una habitación (que será la que mañana ya compartan Mai y Lau). Y ducha y hacer cuentas y escribir y escribir y escribir todo lo que no he escrito en todos estos días.

Sé que se me olvidarán cien cosas de estos cuatro días, pero es que ya estoy cansado, oigan.

domingo, 26 de julio de 2015

DÍA 26. DOMINGO


Abro los ojos y miro el reloj. Ni siquiera recuerdo qué hora era (¿las 8?, ¿las 9?). Cierro los ojos y me vuelvo a dormir. Cuando abro los ojos son las 11. Maite duerme. He dormido 13 horas. Santa madonna. Me levanto al baño. Maite se despierta. Ella ha dormido 12 (consiguió escribir su entrada del blog anoche). Una maravillosa mañana de domingo como mandan los cánones, sin prisas. Supongo que nuestro último día de descanso en las próximas tres semanas.

Nos vamos a desayunar al loft (Au bon pain). Capuccino, un croissant con huevo y pesto y un cinnamon roll –mucho mejor que el de ayer-. La vida es bella. Allí afuera hay un hombre con unos monos intentando sacarle las pelas a la gente. Nos dan mucha pena los pobres monos, pero bueno, siempre es mejor que ver a la nena que hace equilibrios en una cuerda (y, como hoy es domingo, es de suponer que estará allí, como siempre, en la calle perpendicular a la nuestra).

Pero hoy es domingo. No pasamos por Sudder. Nos lo merecemos.

Precisamente porque es domingo, hay que coger taxi porque no hay metro hasta las dos de la tarde, así que paramos uno, le pedimos taxímetro, dice que nanay, naturalmente, ponemos cara de perro y acabamos aceptando 200 rupias como precio.

Llegamos a la enfermería del cole, saludamos a Manosi. Las niñas van entrando y saliendo, juegan con nosotros, nos preguntan, se pegan a nuestro brazo. Todos quieren ver mis tatuajes. Quieren que las enseñemos cosas en el teléfono. O que les contemos historias. O que cantemos. Lo que sea. Mientras Maite les enseña fotos, yo continuo escribiendo todo lo que no pude escribir anoche. Lo consigo publicar (el teléfono comparte el Internet con el ordenador). Lo de colgar fotos es complicado y lento, pero poco a poco lo voy consiguiendo.

Un verdadero domingo. Sin nada que hacer, relajados, disfrutando del momento sin más. Nos vamos a comer. Hacemos fotos. Me voy a jugar al baloncesto y pierdo la noción del tiempo. Les enseño a las niñas a hacer un reverso, les enseño a lanzar de espaldas, les enseño a tirar elevando más el balón. Corremos, bailamos, nos reímos. Todas quieren enseñarme cómo tiran. Uncle, uncle, uncle, me dicen. Un momento de felicidad absoluta. Se pone a llover y seguimos jugando. Cuando se pone ya a caer agua en serio, recogemos y volvemos a la enfermería, empapados.

Las niñas quieren que les cuente historias de miedo. De fantasmas. Así que me tengo que inventar una sobre la marcha (la historia de cuando yo trabajaba en un pueblo muy muy lejano y todas las mañanas en la pizarra nos encontrábamos huellas de las pequeñas manos de unos niños que estaban muertos…). Quieren ver fotos, quieren ver vídeos, quieren saberlo todo, quieren que les dediques tiempo y cariño y atención. Empiezan a preguntar ya cuándo voy a volver a mi país. La madre de todas las batallas. Yo se lo voy explicando para que puedan empezar a digerir desde ya.

 

Poco a poco el diluvio va pasando y para cuando salimos, a eso de las 20 h, ya no llueve. Hoy hemos quedado en casa de Mou, la manager del año pasado, para cenar. Caminamos, cogemos el rickshaw y empezamos a buscar un taxi. No encontramos ninguno y nos tememos que nos tocará la bronca de siempre. Un rickshaw se para a nuestro lado. Le decimos la dirección y nos dice que montemos. No nos lleva hasta la calle pero nos acerca. Nos dice que cojamos otro rick. Esperamos, pero no viene ninguno. Le preguntamos a un hombre y nos dice que va en esa dirección y nos montamos con él en un bus. Otra de esas experiencias míticas, con el cobrador que lleva los billetes doblados a lo largo entre los dedos y va berreando en las paradas. Con la gente apelotonada como sardinas en lata. Muy pintoresco. A mí, personalmente, me gusta. Nos bajamos con él y nos quiere convencer de que montemos en un rickshaw-bici. Miramos al pobre chico, flaco como un palo y decimos que no, que no podemos. El hombre nos dice que tampoco es justo porque es su modo de subsistencia, pero simplemente no podemos montarnos ahí atrás y dejar que el pobre se ponga a dar pedales, así que nos buscamos otro rickshaw que nos lleva a la dirección de Mou. Por fin llegamos a la calle. Pero ahora hay que encontrar el portal: 3/1D. Empezamos a caminar y a caminar y a preguntar y a preguntar… y no hay manera. La calle perpendicular es la misma. Y la paralela también. Y la paralela a la paralela, también. No entendemos nada. Nadie nos consigue explicar qué lógica tienen esos números. Y la persona a la que preguntamos, pregunta a otra persona, que a su vez pregunta a otra persona y la búsqueda del portal se convierte en una especie de búsqueda del tesoro. Además, Mou tiene el teléfono apagado, para más inri. Y después de mucho buscar, y acompañados por dos señores mayores, encontramos el portal. Y hablamos con unos vecinos que nos dejan entrar y nos dicen dónde vive Mou. Y subimos a casa de Mou. Y la puerta de su casa está cerrada por fuera con un enorme candado. No entendemos nada. La típica escena india sin sentido. Así que buscamos un taxi, le convencemos para que ponga el taxímetro, y lo pone (supongo que porque íbamos acompañados por uno de los hombres que nos ayudó). Y cuando llegamos a Park Street, en lugar de los 115 que marcaba el taxímetro, nos cobró 200 y a tomar por el culo. Discusión, bronca, portazo de Maite y a cenar un bocadillo en Subway (tampoco había mucha elección).

 

Mañana a las diez y media vendrá el Brother a buscarnos y comenzará nuestro viaje a Nepal.

 

Ducha, colada y a escribir (cruzando los dedos para que mañana la ropa esté limpia porque vamos a dejar la habitación).

24/25 Comienza el Indiario 2015


Aquí empieza el Indiario del curso 2014/2015. Un año más, un año menos, como dice la canción… Ya ni siquiera sé muy bien explicar que extraño mecanismo hace que vuelva una y otra vez, como atraído por un imán; qué es lo que hace que –¿a pesar del sufrimiento o gracias a él?- me sienta más vivo aquí que en otros lugares. No sé distinguir inercia de determinación. No sé.

Este año ya la pretemporada comenzó con sensaciones extrañas. Sonn tantas y tantas las bajas –y de tanto peso- que hasta da un poco de vértigo y, debido a ello, supongo, me ha costado muchísimo enchufarme mentalmente. Se puede decir, de hecho, que mi mente no ha llegado a la India hasta que no ha llegado el cuerpo, y eso es nuevo porque otros años ya a partir de febrero comenzaba el monográfico…

Pero el caso es que aquí estamos. El viernes 24 Maite y yo nos plantamos en el aeropuerto (gracias Mar por el paseo) y la aventura comenzó oficialmente. ¿Ven el tubo de plástico que llevo sobre el hombro en la foto? Pues al poco rato ya lo había perdido…
 

Y la cosa había comenzado de manera más que prometedora porque en el mostrador de Emirates se lo curraron para conseguir que Mai y yo fuéramos juntos y, además, en primera fila, para poder estirar a gusto las piernas sin tener delante gilipollas de esos que reclinan el asiento hacia atrás. Por si fuera poco, la mujer nos dijo que tampoco viajaban niños pequeños. Bieeeeeeeeen. Vale, no se puede tener todo, también hay que decir que apareció un gigantesco grupo de scouts –unos dos o tres millones según la organización-, con sus idénticos polos azul pálido, sus idénticas mochilas rojas y sus idénticos pañuelos con franjas rojas y amarillas (!!!) atados a sus cuellos de cervatillo.

Pero tuve que olvidarme el tubo de Maite (lo siento por el juego de palabras, pero si no lo digo, reviento). Nos montamos en el tren de la T4, dejé el yutubo detrás de mí, llegó el tren, me levanté, salí, las puertas se cerraron, el tren se fue y allí se quedó el yutubo. A ver, no se trataba de un bien de un valor incalculable, tan solo llevábamos papel continuo y cartulinas. Pero la cara de tonto no me la quita nadie. Allí nos quedamos Maite –muerta de risa- y yo, viendo pasar trenes uno detrás de otro a ver si aparecía el yutubo. Y lo bueno es que apareció. Y lo malo es que el tren iba vacío y no abrió las puertas, por mucho que hiciera fuerza, así que simplemente lo vimos pasar. Y Maite más muerta de la risa todavía. Menos mal que llegamos al aeropuerto con mucha antelación, así pudimos hacer el moñas un buen rato en aquella especie de limbo. Pero el yutubo no volvió a aparecer así que subimos y hablamos con la encargada de información, que nos confirmó que estaba depositado en objetos perdidos. Como no era cuestión de volver de nuevo a la terminal, allí se quedó, a la espera de que lo recoja alguien (Laura?), que es lo bueno de venir de avanzadilla.



Y así transcurrió el viaje, sin yutubo y, como consecuencia, con una agradable sensación de ligereza. El viaje a Dubai se desarrolló con normalidad. Cayeron tres pelis que me gustaron: Chapie, simpática, aunque esperaba más (pero el Blomkamp me cae bien), Imitation Game (interesantilla, sobre todo Cumberbatch, que es muy muy bueno) y la mejor de todas: Whiplash, un señor peliculón, con un merecido oscar para Mr J.K. Simmons.

Tras una escala a la carrera (menos de una hora) en la que hubo un momento que parecía que no nos daría tiempo a llegar, subimos al avión que nos llevaría a Calcuta. Un viaje pesado, incómodo, medio dormido, medio despierto, con dolor de espalda y agotamiento saliéndome por las orejas.

Y voilà, pasamos el control de pasaportes, recogemos el equipaje, reservamos el prepaid taxi, una hora mirando relajados la ciudad a través del cristal de la ventanilla, y nos plantamos en el Sunflower antes de las 10 h. Llueve en Calcuta. Por una parte, es un coñazo, pero por otra parte, el monzón nos salvará la vida porque el calor y el desgaste físico son mucho menores.

Hay una cosa que me molesta sobremanera en nuestro hotel: han modernizado el ascensor. Hasta ahora, teníamos un ascensorista que nos dejaba en la planta indicada moviendo una manivela y eso era todo. Pero ahora hay botones. Y sonido. Con la puerta abierta hay una voz terrible, de robot, que repite en bucle: The door is open, please, close the door… Adiós encanto…

El caso es que hacemos los papeles sentados en los sofás de la quinta planta, como siempre, y nos instalamos en la diminuta habitación. Como hay muchas cosas que hacer, ni siquiera nos planteamos ducharnos, cambiarnos, descansar y todas esas cuestiones tan terrenales. Dejamos todo en la habitación y nos lanzamos a la calle.

Primero cambiamos dinero (a 70 rupias por euro) y encargamos tarjetas de teléfono en el chiringuito de Marc –que está de vacaciones-. Luego, desayuno-brunch en Raj’s –con su cinnamon roll, por supuesto-. Nos volvemos a sentir en casa. Maite tiene come-come-tirititrán solo de pensar en el momento en que entraremos en el cole…

Compramos jabón y champú y aparatito para los mosquitos. Saludamos aquí y allá a la gente conocida (menos a Pinku, que todavía no ha llegado al New Market) y nos vamos al metro. Compramos la tarjeta y rehacemos ese trayecto tantas veces recorrido. De Park Street a Uttankumar pasando por Maydan, Rabindra Sadan, Netaji Bavan, Jatin Das Park, Kalighat y Rabindra Sarobar. En ese orden. Todas las sensaciones van volviendo, como si estuviéramos instalando la versión O.15 del programa Indi.

Cogemos el rickshaw y se pone a llover. Como llueve aquí, a cántaros. Y nos hacemos el camino a pie hasta el cole bajo un aguacero de esos que suenan plasplasplasplas, con la lluvia rebotando furiosa contra el paraguas y los pies encharcados al cabo de dos minutos. Y llega el momento. Tocamos a la puerta metálica de la casa de las niñas pequeñitas y al rato empiezan a oírse los gritos Maiteee, Antieee, Uncleeee (bueno, muchas niñas no saben muy bien si soy Miguel o no porque me he afeitado). Y se abre la puerta y una riada de niñas chiquitinas se abalanzan sobre nosotros, bajo la lluvia, gritan, se abrazan con fuerza a nuestras cinturas… el momentazo. Una explosión de felicidad.

Entramos en la gran sala, nos ponen sillas para que nos sentemos y todas quieren que las hagamos caso, que las abracemos, que juguemos con ellas. La hora de comer nos salva de morir sepultados en un tsunami de amor.

Pasamos al cole. Allí, en la casa de las niñas mayores, las bienvenidas son muy graciosas, las niñas nos ven, se les iluminan los ojos pero les da vergüencita, algunas, incluso se esconden, otras nos saludan tímidas… Entramos en la enfermería. Manosi se alegra tanto de vernos… y nosotros de verla a ella. Un momento muy especial. Estamos un buen rato hablando y Mai y yo nos quedamos un rato descansando mientras las tres enfermeras van a comer. Me quedo dormido encima de la camilla. Como un muerto. Hasta que llega el doctor y empieza la actividad. Una fila de niños van desfilando con su cartilla en la mano. Qué buena organización.

Nos entrevistamos un rato con el Brother en el comedor y nos volvemos a Kolka. Ya llueve menos pero los pies están empapados. Recogemos nuestras tarjetas (6 gb), estamos un rato tirados en el almacén de los hermanos (a Maite le regalan unos pantalones y a mí una cartera y un estuche). Se escucha una explosión –bigbadabum, como en el quinto elemento- y nos quedamos a oscuras. Ha explotado una especie de transformador, que se pone a arder con ganas. Como los bomberos están al lado, no tardan nada en llegar. Nos echamos unas risas viéndolos agarrar la manguera entre todos y apagar todo aquello. Por cierto, un fuego eléctrico no se apaga nunca con agua, ¿no? El agotamiento ya nos sale por los poros. Comemos algo en Jojo’s, que todavía tiene luz y nos vamos a la habitación.

Nos duchamos y lavamos la ropa-mártir que lleva dos días pegada a nuestra piel –ya literalmente-. Son las diez de la noche. Me pongo a escribir y me quedo dormido con el ordenador en mi regazo y los dedos sobre las teclas. Es lo que hay.