La penúltima noche es tranquila y plácida. Anoche estaba tan
cansado que ni siquiera intenté ponerme a escribir, sabiendo que hoy no había
que madrugar. Las energías me dieron para una ducha sin colada y nada más.
Me tomo las cosas con calma. Si en estas tres semanas me he
dedicado a reservar energías, hoy con mucho más motivo. Diluvia a mares en
Calcuta. Si alguien espera que diga que el cielo está llorando porque nos
vamos, puede esperar sentado. Escribo un rato. Bajo a desayunar con el grupo a
las nueve. Ya ha parado de llover. El último desayuno es en el Blue Sky, que
aunque está en Sudder también tiene el encanto de los viejos tiempos (cuántos
desayunos con los malarones sobre la mesa y el parte de deposiciones de cada
voluntario…).
Cambio un poquito de dinero para las comidas de hoy y el
taxi de mañana. Remoloneo un rato por la tienda de los hermanos.
Hoy es el cumple de Fátima. Muy “chic”, cumplir años el día
de la Independencia
(una palabra muy bella, por cierto, merece ser escrita con mayúsculas). Estos
chicos viven los cumpleaños con bastante ilusión. Les sigo un poco la corriente
y firmo en el cuadernito que le han comprado. El grupo respira química. Me
alegro de que ahora vayan a viajar juntos.
Vuelvo al hotel a terminar de escribir la entrada de ayer.
Con la calmita.
A la una hemos quedado para comer una pizza. Con estos
chicos tampoco se puede complicar el plan mucho más que sota, caballo y rey…
Y hacemos nuestro último viaje al cole (al menos, como
grupo, porque la semana que viene habrá aún gente pululando por aquí). La misma
rutina. Como es fiesta, hay mucho menos tráfico y todo fluye más ligero.
Llegamos al cole a las tres y hacemos dos grupos: grupo
cocina y grupo expo. Los primeros, preparan los sándwiches de nutella y demás
(patatas fritas, bebidas…). Mi grupo baja las cositas que se han ido preparando
a lo largo de estas semanas para exponerlas a la entrada. La mayoría se
encuentran en bastante mal estado: abanicos medio rotos, potatos sin ojos y sin
que les haya crecido césped, móviles-atrapasueños inacabados… pero bueno, son
las cositas que han hecho los niños, tampoco nos importa mucho la perfección.
Unimos los murales en blanco y negro (menos uno, que ha
desaparecido) y también los colgamos en la entrada.
Empiezan a aparecer los niños. Hoy están hiperexcitados. El
movimiento en el patio es frenético. Niños gritando y corriendo en todas las
direcciones. Música. Muchas fotos. Globos de agua volando de un lado a otro.
Vienen unos pocos visitantes. Saheli me vuelve a decir que no me marche. Yo
digo: tengo que ir a trabajar a mi colegio; y ella dice: no. Hay un buen rato
de algarabía total hasta que el brother hace uno de sus gestos con las manos y
toca merendar. Los chicos, bajo la severa mirada del líder, se van colocando en
fila. Entran en el comedor, cogen su sándwich de nutella, sus patatas y su
bebida y se sientan tranquilamente a comer. Luego tienen su momento de desfogue
y baile. Cuando el brother da la señal, salen tranquilamente para volver a sus
casas. Todo muy racional. Luego, les toca entrar a las niñas y eso se convierte
en el reino del caos, Sodoma y Gomorra todo junto. Se empujan y se pelean por
la comida, le piden a un voluntario y luego le piden a otro, para que les den el
doble, son incapaces de nada que se parezca remotamente al orden.
Llaman a las niñas pequeñas y me despido de mi pequeñita con
un abrazo fuerte y un beso. Luego, las niñas mayores, que son las que quedan en
el comedor, empiezan a llorar y a ponerse pegajosas. Vamos saliendo. Víctor y
yo nos vamos los primeros. Algunos niños nos esperan por el camino para poder
despedirse de nosotros. Maite está descompuesta, todo esto le ha afectado mucho
–a pesar de los años que llevamos viviéndolo-. Volvemos juntos en el rickshaw
ella y yo sin cruzar casi una palabra. Viajamos con medio grupo en el metro.
Hoy no están los niños de Park Street. Como es fiesta, les
deben de haber dado el día libre. Pero la mayoría de los días cuando volvemos
desde la estación del metro están allí. Dos niños muy flacos y casi desnudos,
con la piel muy oscura. Uno tiene como ocho años, está sentado en el suelo y
tiene al otro, digamos que es su hermano de dos años, dormido en el regazo. No
dormido como alguien que se acurruca plácidamente. No, dormido como si se
hubiera desmayado, con un brazo por aquí y otro por allá. No se mueven. Parece
una pietá en miniatura. Y eso es Calcuta también. Puestos a imaginar, pongamos
que tienen mucha suerte y son sus padres los que los mandan ahí. Los aleccionan
bien sobre lo que deben hacer. Imaginemos que le dan algún tipo de somnífero o
droga al pequeñito para que esté unas horas sin moverse. También puede ser que
tengan menos suerte y sus padres los hayan vendido. Trabajarán para sus dueños.
Al menos problema, los molerán a palos. Si la cosa se tuerce, podría ser que a
alguno le hicieran algo terrible (dejarle ciego, amputarle un brazo o una
pierna…) para sacar más dinero. También podrían acabar revendidos a una red de
prostitución. Porque aquí la vida de los pobres no vale nada. Es de usar y
tirar. Señoras y señores, bienvenidos a Calcuta.
En el hotel, los del viaje se preparan –equipaje, duchas…- y
a las diez nos despedimos. No me he despedido de Lidia, Patricia y Noelia
porque se han ido antes –vuelan también mañana pero de madrugada-, pero bueno,
no deja de ser una convención.
Y Maite, Lau y yo acabamos la jornada en el one step,
fundidos de cansancio y con el aire acondicionado a tope. Los platos son buenos
y las raciones enormes. He cenado demasiado.
Y aquí acaba el Indiario 2015.
Cada entrada puede ser la última.
Cada año puede ser el último.
Son las doce de la noche. Mañana a las seis, arriba. De
vuelta a mi otra vida.