Y aquí estamos, en la penúltima. Hemos quedado a las ocho
para repetir desayuno en el loft. La rutina confortable. No solo repetimos
desayuno, se repite todo el ritual:
Paseas a la estación de metro, con movimientos mecánicos
sacas la tarjeta, la pasas por el lector, esperas un rato a que llegue el tren
y te montas. Hoy no hay aire acondicionado, no hace falta la chaqueta. Dejas la
mochila en el suelo (llevo altavoz y la cámara GP, más las chanclas, la chaqueta
y la botella de agua: pesa como un muerto). Te apoyas en la misma puerta, de la
misma manera. Y decenas de ojos mirándote. Van pasando las estaciones, una
detrás de otra, como las cuentas de un rosario. Te bajas, vuelves a pasar la
tarjeta por el lector para salir. Y caminas con paso flexible –por la tarde es
más tipo momia- al trozo de calle donde se coge el rick. Kobardanga, dices, y
disfrutas del viaje sin pensar en todos esos hierros que te rodean por todas
partes y te convertirían en carne picada en caso de accidente. Dejas el billete
de 10 rupias en la mano del conductor y te sacude el olor de la carne y el
pescado en otro día de calor extremo. Y paseas. Primero por la carretera, que
es un poco incómoda porque está llena de vehículos de todos los tamaños y
colores que se cruzan, hacen ruido, levantan polvo y te obligan a menudo a
echarte a un lado. Pero esto también lo haces ya de manera automática. Y luego
giras a la derecha y llega la parte bonita del camino. La que se disfruta. Con
esas casitas, algunas muy coquetas, y una vegetación exuberante. Y llamas
–plam, plam- a la puerta metálica, la puerta trasera del cole, esperando que
una masi te oiga y venga a abrirte. Morning, dices con una sonrisa que te sale
sin querer, y entras, empapado de sudor, pasas el comedor y te diriges a la
enfermería para decir hola a Manosi.
Rituales.
Hoy Party y yo vamos a montar el mural de tapones. Al igual
que ayer, me entran todas las dudas, que se resumen en una: ¿saldrá bien?
Inés y Bea se unen a la expedición, bajamos los nueve
cuadrantes hasta el pasillo donde lo montaremos. Empezamos a ensamblar un trozo
con otro. Tenemos que cambiar de espacio porque no cabemos, el pasillo es
demasiado estrecho y además de vez en cuando entra o sale una furgoneta. Hay
que despegar y volver a pegar bastantes tapones para poder unir bien las
partes.
El resultado es una gozada. Estamos muy contentos, casi
eufóricos. Maite no puede evitar sonreír. Yo digo que hasta que no lo vea en la
pared no me lo voy a creer.
Los obreros están picando en la pared este cuadrado de 1.50
x 1.50. Party y yo nos vamos a echar unos tiros. El gemelo duele y Party las
mete de todos los colores. Me lo paso pipa y sudo la vida. Y los fulanitos
empiezan a echar el cemento. Ayer me dijeron que tardaría como dos horas en
secar, que podía estar tranquilo, pero claro, estamos en la India , tranquilo lo estará
su padre, si eso. Y, efectivamente, toca Calcutada. Cuando el cemento está
listo, vamos para allá con el mural, empujamos los tapones contra la pared y no
entran ni un milímetro. El cemento está tieso. Vuelta a empezar. Los obreros
desaparecen como durante media hora. Y nosotros allí, con cara de
circunstancias, mirando a la nada.
Vuelven los fulanitos y preparan otra capa de cemento, esta
vez más líquido, pero como tampoco son muy rápidos que digamos empieza a
secarse bastante rápido, hay que darse prisa. Ya hay unos cuantos chicos de los
mayores que se quedan con nosotros a ayudar. Levantamos la mole y empezamos a
empujar. Parece que los tapones van entrando, pero con mucha dificultad.
Empujamos y empujamos, pero da la impresión de que, sobre todo por el medio y
por abajo, los tapones no entran. Empezamos a desesperarnos. Hay que meter
prácticamente uno por uno (y puede haber como 2000, por poner una cifra, que me
da pereza contarlos). Hay un momento de mirarnos los unos a los otros en estado
de shock. Esto no funciona. Empezamos a quitar poco a poco el papel para ir
metiendo los tapones con los dedos pero el cemento está cada vez más duro, pero
a medida que vamos quitando papel, los tapones van cayendo. En un momento dado
pegamos el tirón y la mitad del mural desaparece, tirado en el suelo. Esto solo
puede pasar en India. Nos han traído un par de martillos para seguir metiendo
tapones (el dolor de dedos empieza a ser ya insoportable). El dibujo ya no
existe. Inés, Party y Bea se ponen en modo Agustina de Aragón y dicen que por
sus santos ovarios vamos a terminarlo. Y empieza la agonía. Con la ayuda de los
mayores vamos echando agua en la pared y metiendo tapones, uno por uno, a ojo,
porque ahora el dibujo hay que imaginarlo. Uno por uno, plack, plack, plack.
Las chicas se dejan la espalda y a base de fe y sufrimiento le vamos dando
forma. No queda igual que estaba en el papel, pero al final los tapones se
mantienen en la pared, casi en equilibrio. Chapuzas indias.
La actividad nos ha comido toda la mañana y un montón de
energía, física y mental. Comemos. Estoy exhausto, y eso que he trabajado la
mitad que Party, Bea e Inés. Me he quedado como deshinchado. Salgo a la
carretera a buscar algún tipo de barniz para cubrir el mural, pero las tiendas
están cerradas.
Hoy es el día del último taller. Hay que pintar camisetas.
Saco los diez rotuladores especiales para tela, reparto las camisetas, voy a
por cartulinas para meter por medio de la camiseta y que no traspase de un lado
a otro y cuando vuelvo, los rotuladores ya han desaparecido. Solo quedan dos.
Nadie sabe nada, eso como siempre, así que me cabreo y me paso el resto del
taller sentado y en silencio. Durante una hora larga el aula se convierte en un
desfile de niños que entran pidiendo globos: “Uncle, give me balloon”. Yo les
digo que no tengo globos, me ven la cara de perro y se van. Así una y otra y
otra y otra vez…
Una niña entra me mira y me dice que estoy llorando. Yo le
digo que no y ella dice que sí. Y le vuelvo a decir que no y me vuelve a decir
que sí. Le pregunto dónde están las lágrimas, entonces y me dice que las tengo
detrás de los ojos. Si no hay lágrimas, no estoy llorando, le digo. Ella me
dice que sí. Al final, durante un rato, hay un montón de niños que entran a la
clase a ver si estoy llorando. Santa paciencia.
Acabo sacudiéndome la mala uva de encima, me pongo la GoPro y estoy un rato
grabando.
Mi niña aparece, me vuelve a preguntar si me voy mañana. Le
digo que sí y ella me dice: No. Así, sin más. Y el corazón se me encoge hasta
hacerse pequeño. Le digo que tengo que irme a trabajar, que no me puedo quedar
y ella vuelve a decir No. Y luego, no te vayas (Don’t go). Y me mira muy
fijamente a los ojos, cuando lo dice. Es un disparo a bocajarro. No hay chaleco
antibalas que pueda detener eso. Así que Saheli ya me ha hecho la petición
oficial. Quédate conmigo. No me dejes. Y “Ne me quitte pas”, una canción tan
bella como terrible, es la banda sonora de fondo en mi cabeza. Y ya no sé si
estoy triste, o enfadado, o dolorido, o vacío, o cansado.
Viene una furgoneta a por las maletas vacías para llevarlas
al hotel. Bueno, no tan vacías porque nos llevamos unas bolsas que han hecho en
el cole para vender en mercadillos.
Aunque me duele el gemelo, juego un poquito con los chicos
al baloncesto pero no solo no meto una canasta sino que ni por asomo. Uf. Cojo
mis cosas y me vuelvo solo a Calcuta. Y vuelvo a repetir el mismo ritual de la
mañana, pero en sentido inverso y sin energía, sin ganas. Con la mirada
perdida. Llego a la habitación. Me duele mucho la espalda. Estoy empapadísimo.
Casi me quedo dormido. Y quisiera hacerlo, pero es la última cena del grupo.
Pongo –por una vez- el programa condescendiente, hago de tripas corazón, salgo
a comprar agua, yogur y un biryani de verdura y me uno al grupo. Ya ni me
acuerdo de qué han hablado. Mañana por la noche la mayoría del grupo partirá de
viaje turístico. Y se lo merecen. Así que el domigo cuando me despierte, el
dinosaurio ya no estará ahí.
Os quedó precioso el mural, a pesar de las calcutadas! Gran idea!!
ResponderEliminar