Nos despertamos pronto. Hacemos la mochila de Nepal y
recogemos todo porque hay que dejar la habitación. Volvemos a desayunar en Au
Bon Pain. Un pequeño vicio que nos permitimos de vez en cuando (por poco
tiempo, en todo caso). A la vuelta, dejamos las maletas en el cuarto de siempre
y nos bajamos con nuestra pequeña mochila nepalí para no tener que facturar.
Estos trámites son siempre pesados. Siempre. Un largo viaje
hasta el aeropuerto. Pasas un control y luego otro. Esperas. Y te piden el
pasaporte tantas veces que pierdes la cuenta. Y pasas el equipaje (Maite y yo
con un montón de dinero en metálico encima…). Y te cachean (yo sé que lo hacen
porque les molo). Y esperas. Y la gente, que es imbécil por definición
–desafiando cualquier teoría de la evolución- berrea cuando habla por teléfono.
Y esperas. Y haces cola para entrar…
(Luego el vuelo no es gran cosa, como una hora y cuarto).
Y sales. Y haces cola. Y rellenas papeles (el visado nepalí
se hace en el mismo aeropuerto). Y vas de una ventanilla a otra. Y pasas otro
control. Y te vuelven a pedir el pasaporte no sé cuántas veces.
Bueno, eso es más o menos la cosa: para un viaje de una hora
y poco, gastas cinco como mínimo. Y gastas mucha paciencia también.
Y estamos en Nepal. El primer numerito: hay que cambiar
dinero. Le pregunto al tipo si tiene cambio para una gran cantidad de dinero.
Me mira en plan jugador de póker. ¿Cuánto? 18.000 euros. Me sigue mirando y no
dice nada (supongo que pensará que me estoy tirando un farol). ¿Ok? -le digo-.
Me vuelve a preguntar cuánto quiero cambiar. 18.000. Euros. No reacciona.
Pregunta una vez más (como diciendo, venga, ahora en serio, tío): ¿Pero en
realidad cuánto vais a cambiar? 18.000 euros. Maite se lo escribe en la
calculadora. El hombre dice que lo tiene que consultar a su jefe, así que llama
por teléfono. Después de un rato, nos dice que podemos cambiar 4.500 cada uno.
Como somos tres, nos salen 13.500. Mai y yo empezamos a sacar billetes de las
profundidades de nuestras mochilas, por aquí y por allá. Plack, un taco de
5.000, plack, otro taco de 5.000… y así sucesivamente. Y nos lo cambian en
billetes de 1000 rupias nepalíes. Dado que el cambio está más o menos a 110,
nos está dando 13.500 euros en billetes de nueve euros, no sé si se hacen una
idea. Un fajo, dos fajos, tres fajos, cuatro fajos… así hasta como 15. Más de
un millón y medio de rupias. Nos da una especia de bolsa azul, como de basura y
para allá van los ladrillos de billetes. Ríete tú de los narcos mexicanos. Y
todavía nos quedan otros 4.500 euros.
Nos vienen a buscar nuestros conductores (el Bro ya había
quedado con ellos). Entramos en un furgonetino y nos llevan a otra oficina a
cambiar el resto del dinero. Por el camino me dan ganas de cantarme unos
narcocorridos. Lo malo es que no me sé ninguno. Nos dicen que con ese vehículo
no llegamos hasta allá porque es un camino jodido –ya os puedo asegurar que no
habríamos llegado ni jartos de vino-, así que cambiamos de vehículo: un hermoso
Scorpio mega todoterreno. ¿De qué marca? Mohindra. Yo tampoco la conozco. Creo
que es india. El caso es que la broma nos va a costar el doble.
A todo esto, si no te fijas demasiado, Kathmandú sigue
siendo la ciudad sucia y caótica de siempre, con gente que camina por la calle
con mascarillas. Nada nuevo. Si te fijas atentamente entonces sí que te das
cuenta de los edificios medio derrumbados, de los edificios apuntalados, de los
edificios que están construyendo nuevos… Pero si te fijas, vamos, porque
Kathmandú es un hervidero de actividad, con vehículos moviéndose ruidosos
–joder que sí- de un lado a otro. Porque la vida siempre se abre camino,
siempre continúa.
Salir de la jungla de Kathmandú es una aventura porque los
atascos seguro que se ven desde la luna. Y con el festival de claxon como ruido
de fondo, al estilo indio. El viaje se hace largo y pesadísimo. Viajamos seis
personas: Maite, el Broher y yo, con un muchachito llamado Seazan –que ya viajó
con el Brother la última vez-, el conductor y otro tío que no sé quién es (¿su
hermano?, ¿su socio?). Horas y horas.
Las carreteras de Nepal no son alegres. Son carreteras de
montaña, estrechas, peligrosas, llenas de curvas, sin ningún doble carril en
ninguna parte, tan solo dos estrechos carriles, uno de ida y otro de vuelta, y
gracias (que a veces ni eso). Y lo peor de todo: hay más camiones que coches,
de manera que la mayor parte del camino lo hacemos entre 40 y 60 km/h. Y
adelantando en curvas sin visibilidad –con el método de tocar el claxon, que
aquí sirve para todo-. Para nosotros es una ruta suicida. Para ellos no, porque
están acostumbrados y todos juegan al mismo juego, están atentos por si tienen
que frenar porque viene alguien de frente y la cosa fluye de manera bastante
natural. Además, como aquí no existen los arcenes, cuando un coche se para por
el motivo que sea, se para en el puto medio de la carretera, sin más. Imaginen…
Vale. Llegamos a no sé qué sitio a las tantas (bueno, hay
que decir que aquí es de noche como a las siete de la tarde) y nos paramos a
cenar y dormir. En ese orden. Hostal Annapurna. Dos habitaciones: una para
Maite y yo, que ya casi somos pareja de hecho porque también estamos compartiendo
habitación en el Sunflower, y otra para los otros cuatro (jaja). Maite y yo nos
estamos una hora contando dinero antes de bajar a cenar. Arroz con cosas. Y un
cervezón más que merecido. Después de cenar el Brother dice que nos vemos al
día siguiente a las cinco de la mañana (ole) y que metamos el dinero en 105
sobres (ole). Sin comentarios. Maite y yo perdemos la noción del tiempo,
sudando el alma porque la habitación es una sauna, rodeados de fajos de
billetes y sobres. ¿Síndrome Bárcenas? El que diga que el dinero es divertido,
miente. Es un coñazo de mucho cuidado. Ya lo siento por la gente que trabaja en
los bancos y se pasa el día manoseándolo. El dinero da asco. Les puedo asegurar
que de lo que entran unas tremendas ganas es de lavarse las manos. Con ganas.
En fin, llenamos la bolsa de sobres, ducha con agua fría y a dormir un rato.
Al día siguiente, a las cinco menos cuarto, arriba. Up. Qué
sensación de cansancio tan grande. Y lo peor es que sabemos que nos espera un
día tremendo. Recogemos las cosas y bajamos. Ha diluviado por la noche.
Esperamos y esperamos como si estuviéramos en un aeropuerto. Está feo decirlo
pero el bro baja como una hora tarde. Desayunamos un café con una especie de
torrijas (pero no tienen miel ni azúcar) y pillamos carretera. Tardamos cerca
de una hora en llegar a Gorkha. Por cierto, son muy famosos los cuchillos
–machetes- de allí. Nos dicen que como ha llovido el camino está muy
impracticable. Hay blabla entre unos y otros y al final nos pasan a otro
vehículo con otro conductor –y lo que le paguemos lo descontaremos de lo que
les íbamos a pagar a estos-. El vehículo sigue siendo Mohindra, pero modelo
pick-up, más grande, una mole. Lo conduce un chavalito de rasgos orientales que
sonríe mucho. Estilo nepalí total. Y empieza la aventura: me cojo la Gopro y dejamos atrás el
asfalto para meternos en un camino que es una especie de barrizal a ratos y un
pedregal otros ratos. En todo caso, en cada tramo me voy preguntando si el
coche saldrá de ahí. Y empuja, gime, golpea, salta, rebota y nosotros rebotamos
con él. De vez en cuando me doy algún buen trallazo en la cabeza contra el
marco de la puerta. Como me dé dos o tres como estos, me quedo privado –me digo
a mí mismo, imitando a Joaquín Reyes imitando a su vez a M. Tyson (Bum, toma
hostia en la cepa de la oreja… jaja)-. Otras veces el golpe toca en las
costillas. Según. En todo caso, es para vernos sacudiéndonos de un lado a otro
como marionetas. Así como tres horas largas. Tres horas diciéndonos a cada
momento: ay, de ahí no salimos. Y a veces el chico para el coche, se baja, mira
por debajo, sonríe como diciendo todavía no lo he roto, y sigue. Primera,
segunda, primera, segunda. Castañazo. El París Dakar es para marujas.
El caso es que en una de esas el coche no salió. Hizo crack,
se quedó como empotrado en un tocho de barro y ni para adelante ni para atrás.
Mamma mía. Como parece ser que no estamos muy lejos de la aldea, cogemos las
mochilas, que pesan como un muerto porque llevamos el equipaje para los cuatro
días, y seguimos el camino a pie como una hora bajo el sol de Nepal (vamos que
acabamos más quemados que el palo de una churrera). Pero las piernas lo
agradecen. Y el resto del cuerpo también. Una pequeña jornada de senderismo de
las que tanto me gustan (y con la misma mochila de decatlón al hombro).
Llegamos al lugar en cuestión. Empapados de la cabeza a los
pies. Nos damos una vuelta –yo con la
Gopro en la cabeza- para ver un poco el panorama. En realidad
vemos cuatro o cinco casas, pero la ayuda es para un área de varios kilómetros
con casitas aquí y allá. La zona de Gandaki. La impresión es la misma que en
Kathmandú. Te dices pobre gente, lo que habrán pasado, pero lo que ves es
cierta normalidad. Gente de campo muy humilde –y sonriente- trabajando y
trabajando. No se masca la tragedia, no se ve miseria, no te dan ganas de
llorar. Como le decía a mi amigo Jose esta mañana, está mucho mejor Nepal tras
el terremoto que la India
sin él.
No quiero entrar en la escena de la entrega de dinero.
Simplemente no me gustó. Y pasamos muchísimo calor. El resto quedará en la
cabeza de Mai y en la mía.
El caso es que se entregó el dinero a algo más de la mitad
de la gente que estaba en la lista. El resto de familias lo recibirán en el
próximo viaje del Brother, que será a finales de agosto. Y los sobres ya están
preparados (jaja). A eso de las dos, nos tomamos un té con unas galletas.
Nuestro conductor aparece con su Mohindra, lleno de barro de la cabeza a los
pies, sonriente como si le hubiese tocado la lotería. Le aplaudimos. Vaya crack
el chaval.
A eso de las tres, recogemos y nos vamos. Esta vez viene
otro chavalito –yo le llamo Bruce Lee- que conduce un rato y nos maravilla.
Conduce como si estuviese haciendo kung-fu. El volante gira a un lado y a otro
sin parar, a toda velocidad, el coche se desliza entre los barrizales, entra y
sale de imposibles piscinas llenas de barro. Bruce Lee es la leche. Después de
otro rato vuelve a conducir el muchachito otro buen trozo. En ese momento,
Seazan nos dice –en plan, ah, por cierto- que este chico en realidad no tiene
carnet de conducir, jaja. Mejor que nos lo diga al final, jaja. Y pasan entre
botes y traqueteos, con las montañas del Himalaya como testigos, las otras tres
horas de vuelta hasta Gorkha. Pagamos a los virtuosos del volante, que se lo
han merecido, y montamos en el Scorpio de los otros dos. Vuelta a la carretera.
Tenemos el cuerpo deshecho. Yo estoy tan cansado que no sé si estoy cansado o
enfermo. Me tomo un paracetamol por si acaso –y por el dolor de cabeza-. Volvemos
a parar en el Annapurna a comer algo –lo mismo que ayer, arroz con cosas-. Son
como las siete de la tarde. Anochece de nuevo en Nepal. El resto del camino
hasta Kathmandú lo pasamos prácticamente fundidos. Perdemos la cuenta de horas
que hemos pasado hoy metidos en un coche. ¿Diez? ¿Once? Mai y yo nos decimos
que no todo el mundo podría aguantar una jornada como esta. Estamos agotados y
tenemos los brazos muy rojos.
Llegar a eso de las once de la noche a Kathmandú no es
bonito. Todo está cerrado y en la gente hay gente… intensa, vamos. Y eres más
consciente de los montones de escombros aquí y allá. De repente se convierte en
una ciudad sórdida. Nuestro amigo Seazan nos lleva al hotel de un amigo suyo.
Guay porque es muy tarde y estamos muertos. Pero cuando vamos a ver las
habitaciones… bueno, un poema. Hay una música atronadora que retumba en todas
ellas (y es que hay una especie de discoteca allá abajo, en alguna parte), el
olor es, bueno, indescriptible –y eso que yo no soy muy pijotero con los
olores-, esa moqueta sucia, esa roña… realmente un lugar en el que estás seguro
de que no quieres estar. Así que nos vamos –muy majos, haciendo creer que con
el ruido no podemos descansar pero que si no estaríamos encantados…- y nos
buscamos otro. Yo me acuerdo que la cuchipandi de hace dos años estuvimos
alojados en el Potala. No es un hotel para tirar cohetes pero al lado de este…
un palacio. Le decimos al conductor que nos lleve allá. Y nos lleva a otro
Potala, pero no el Potala en el que yo estuve. Y yo con cara de tonto. Sí,
vale, se llamará Potala, pero no es aquí… empezamos a estar medio desesperados.
Hay un hotel al lado. Se llama Tayoma. Me asomo, pregunto, vemos un par de
habitaciones muy chulas. Menos de 20 euros cada una. Sin pestañear, vamos. Y en
el Tayoma acaba la jornada. Pagamos a los del Scorpio, nos despedimos y nos
vamos a dormir a eso de las doce después de una buena ducha. Fría, pero a estas
alturas…
La luz y el ruido de la calle me despiertan a eso de las
seis. Bueno, podía ser peor. Aunque no he dormido gran cosa me siento
descansado. Remoloneamos un buen rato y a eso de las nueve bajamos a desayunar.
Abajo está el brother, todo de blanco, como siempre, como si fuera un totem
inmutable. Nos vamos a buscar ese rinconcito que tanto nos gustó a Mai (el año pasado)
y a mí (hace dos años): el OR2K. Dimos un par de vueltas, preguntamos –pero
como no nos acordábamos del nombre decíamos O2RK, jajaja…- y al final lo
encontramos. Superdesayunazo. Qué bien, qué rico todo, qué buen momento. Porque
nosotros lo valemos. Dejamos al Bro de nuevo en el hotel para que descanse y
nos vamos a hacer compritas. Un día de relax y disfrute (con nueva parada a
mediodía en el OR2K para tomar una limonada y un buen hummus). A ratos
lloviendo y a ratos gris, pero de peores hemos salido, claro. Jaja.
Recupero sensaciones de Kathmandú porque la última vez que estuve aquí me fui con un sabor agridulce porque esperaba una especie de paraiso en plan Sikkim y la verdad es que es otra cosa. Pero recupero el encanto de las tienditas de los pequeños cafés. De las sonrisas. De las chicas con esos rasgos tan orientales...

Otro rato
descansando en la habitación. Y cuando bajamos a cenar –a las siete, que hemos
quedado con el santo varón- sigue lloviendo. Decidimos quedarnos en el hotel
pero resulta que no tienen nada más que sándwiches. Como que no, vamos. Salimos
a caminar bajo la lluvia –nos daba pereza subir a la habitación a por los
paraguas-, en busca de un restaurante que teníamos en mente. Pero como
empezábamos a estar empapados acabamos en una “crepería”, un antro lleno de
gente fumando no sé qué y con música como reggae tropical a toda castaña. En
fin. Pues ahí. Maite y yo, que no teníamos hambre nos pedimos un wrap de
espinacas y queso o algo así y nos trajeron el auténtico mazacote, jaja.
También nos tumbamos una cerveza. Ya que estamos…
El día no dio para mucho más. A eso de las diez ya estábamos
fritos los dos.
Y llegó el último día. Muy poquito que reseñar: a las cinco
despierto porque no sé quién a esas horas se pudo a dar golpes contra no sé
qué, yo qué sé por qué (qué ignorante yo). Y como no pude volver a dormirme
estuve hablando un rato con Diego –que aún no se había acostado allá en
Casablanca- y leyendo periódicos como un tonto. A las nueve desayunamos en el
hotel, luego nos dimos una vuelta y estuvimos descansando hasta las doce –check
out-. Comimos pizza en el restaurante en el que queríamos haber cenado el día
anterior y taxi al aeropuerto. Ya saben el resto: papeles, cola, cacheo, más
papeles, esperar y esperar y todo eso. Salimos del hotel de Kathmandú como a la
una y media y llegamos al hotel de Calcuta como a las seis y algo. Todo lo del
medio: pesadez.
Y vuelta a instalarnos en una habitación (que será la que
mañana ya compartan Mai y Lau). Y ducha y hacer cuentas y escribir y escribir y
escribir todo lo que no he escrito en todos estos días.
Sé que se me olvidarán cien cosas de estos cuatro días, pero
es que ya estoy cansado, oigan.