Aquí empieza el Indiario del curso 2014/2015. Un año más, un
año menos, como dice la canción… Ya ni siquiera sé muy bien explicar que
extraño mecanismo hace que vuelva una y otra vez, como atraído por un imán; qué
es lo que hace que –¿a pesar del sufrimiento o gracias a él?- me sienta más
vivo aquí que en otros lugares. No sé distinguir inercia de determinación. No
sé.
Este año ya la pretemporada comenzó con sensaciones
extrañas. Sonn tantas y tantas las bajas –y de tanto peso- que hasta da un poco
de vértigo y, debido a ello, supongo, me ha costado muchísimo enchufarme
mentalmente. Se puede decir, de hecho, que mi mente no ha llegado a la India hasta que no ha
llegado el cuerpo, y eso es nuevo porque otros años ya a partir de febrero
comenzaba el monográfico…
Pero el caso es que aquí estamos. El viernes 24 Maite y yo
nos plantamos en el aeropuerto (gracias Mar por el paseo) y la aventura comenzó
oficialmente. ¿Ven el tubo de plástico que llevo sobre el hombro en la foto?
Pues al poco rato ya lo había perdido…
Y la cosa había comenzado de manera más que prometedora
porque en el mostrador de Emirates se lo curraron para conseguir que Mai y yo
fuéramos juntos y, además, en primera fila, para poder estirar a gusto las
piernas sin tener delante gilipollas de esos que reclinan el asiento hacia
atrás. Por si fuera poco, la mujer nos dijo que tampoco viajaban niños
pequeños. Bieeeeeeeeen. Vale, no se puede tener todo, también hay que decir que
apareció un gigantesco grupo de scouts –unos dos o tres millones según la
organización-, con sus idénticos polos azul pálido, sus idénticas mochilas
rojas y sus idénticos pañuelos con franjas rojas y amarillas (!!!) atados a sus
cuellos de cervatillo.
Pero tuve que olvidarme el tubo de Maite (lo siento por el
juego de palabras, pero si no lo digo, reviento). Nos montamos en el tren de la T 4, dejé el yutubo detrás de mí,
llegó el tren, me levanté, salí, las puertas se cerraron, el tren se fue y allí
se quedó el yutubo. A ver, no se trataba de un bien de un valor incalculable,
tan solo llevábamos papel continuo y cartulinas. Pero la cara de tonto no me la
quita nadie. Allí nos quedamos Maite –muerta de risa- y yo, viendo pasar trenes
uno detrás de otro a ver si aparecía el yutubo. Y lo bueno es que apareció. Y
lo malo es que el tren iba vacío y no abrió las puertas, por mucho que hiciera
fuerza, así que simplemente lo vimos pasar. Y Maite más muerta de la risa
todavía. Menos mal que llegamos al aeropuerto con mucha antelación, así pudimos
hacer el moñas un buen rato en aquella especie de limbo. Pero el yutubo no
volvió a aparecer así que subimos y hablamos con la encargada de información,
que nos confirmó que estaba depositado en objetos perdidos. Como no era
cuestión de volver de nuevo a la terminal, allí se quedó, a la espera de que lo
recoja alguien (Laura?), que es lo bueno de venir de avanzadilla.
Y así transcurrió el viaje, sin yutubo y, como consecuencia,
con una agradable sensación de ligereza. El viaje a Dubai se desarrolló con
normalidad. Cayeron tres pelis que me gustaron: Chapie, simpática, aunque
esperaba más (pero el Blomkamp me cae bien), Imitation Game (interesantilla,
sobre todo Cumberbatch, que es muy muy bueno) y la mejor de todas: Whiplash, un
señor peliculón, con un merecido oscar para Mr J.K. Simmons.
Tras una escala a la carrera (menos de una hora) en la que
hubo un momento que parecía que no nos daría tiempo a llegar, subimos al avión
que nos llevaría a Calcuta. Un viaje pesado, incómodo, medio dormido, medio
despierto, con dolor de espalda y agotamiento saliéndome por las orejas.
Y voilà, pasamos el control de pasaportes, recogemos el
equipaje, reservamos el prepaid taxi, una hora mirando relajados la ciudad a
través del cristal de la ventanilla, y nos plantamos en el Sunflower antes de
las 10 h. Llueve en Calcuta. Por una parte, es un coñazo, pero por otra parte,
el monzón nos salvará la vida porque el calor y el desgaste físico son mucho
menores.
Hay una cosa que me molesta sobremanera en nuestro hotel:
han modernizado el ascensor. Hasta ahora, teníamos un ascensorista que nos
dejaba en la planta indicada moviendo una manivela y eso era todo. Pero ahora
hay botones. Y sonido. Con la puerta abierta hay una voz terrible, de robot,
que repite en bucle: The door is open, please, close the door… Adiós encanto…
El caso es que hacemos los papeles sentados en los sofás de
la quinta planta, como siempre, y nos instalamos en la diminuta habitación.
Como hay muchas cosas que hacer, ni siquiera nos planteamos ducharnos,
cambiarnos, descansar y todas esas cuestiones tan terrenales. Dejamos todo en
la habitación y nos lanzamos a la calle.
Primero cambiamos dinero (a 70 rupias por euro) y encargamos
tarjetas de teléfono en el chiringuito de Marc –que está de vacaciones-. Luego,
desayuno-brunch en Raj’s –con su cinnamon roll, por supuesto-. Nos volvemos a
sentir en casa. Maite tiene come-come-tirititrán solo de pensar en el momento
en que entraremos en el cole…
Compramos jabón y champú y aparatito para los mosquitos.
Saludamos aquí y allá a la gente conocida (menos a Pinku, que todavía no ha
llegado al New Market) y nos vamos al metro. Compramos la tarjeta y rehacemos
ese trayecto tantas veces recorrido. De Park Street a Uttankumar pasando por
Maydan, Rabindra Sadan, Netaji Bavan, Jatin Das Park, Kalighat y Rabindra
Sarobar. En ese orden. Todas las sensaciones van volviendo, como si
estuviéramos instalando la versión O.15 del programa Indi.
Cogemos el rickshaw y se pone a llover. Como llueve aquí, a
cántaros. Y nos hacemos el camino a pie hasta el cole bajo un aguacero de esos
que suenan plasplasplasplas, con la lluvia rebotando furiosa contra el paraguas
y los pies encharcados al cabo de dos minutos. Y llega el momento. Tocamos a la
puerta metálica de la casa de las niñas pequeñitas y al rato empiezan a oírse
los gritos Maiteee, Antieee, Uncleeee (bueno, muchas niñas no saben muy bien si
soy Miguel o no porque me he afeitado). Y se abre la puerta y una riada de
niñas chiquitinas se abalanzan sobre nosotros, bajo la lluvia, gritan, se
abrazan con fuerza a nuestras cinturas… el momentazo. Una explosión de
felicidad.
Entramos en la gran sala, nos ponen sillas para que nos
sentemos y todas quieren que las hagamos caso, que las abracemos, que juguemos
con ellas. La hora de comer nos salva de morir sepultados en un tsunami de
amor.
Pasamos al cole. Allí, en la casa de las niñas mayores, las
bienvenidas son muy graciosas, las niñas nos ven, se les iluminan los ojos pero
les da vergüencita, algunas, incluso se esconden, otras nos saludan tímidas…
Entramos en la enfermería. Manosi se alegra tanto de vernos… y nosotros de
verla a ella. Un momento muy especial. Estamos un buen rato hablando y Mai y yo
nos quedamos un rato descansando mientras las tres enfermeras van a comer. Me
quedo dormido encima de la camilla. Como un muerto. Hasta que llega el doctor y
empieza la actividad. Una fila de niños van desfilando con su cartilla en la
mano. Qué buena organización.
Nos entrevistamos un rato con el Brother en el comedor y nos
volvemos a Kolka. Ya llueve menos pero los pies están empapados. Recogemos nuestras
tarjetas (6 gb), estamos un rato tirados en el almacén de los hermanos (a Maite
le regalan unos pantalones y a mí una cartera y un estuche). Se escucha una
explosión –bigbadabum, como en el quinto elemento- y nos quedamos a oscuras. Ha
explotado una especie de transformador, que se pone a arder con ganas. Como los
bomberos están al lado, no tardan nada en llegar. Nos echamos unas risas viéndolos
agarrar la manguera entre todos y apagar todo aquello. Por cierto, un fuego eléctrico
no se apaga nunca con agua, ¿no? El agotamiento ya nos sale por los poros.
Comemos algo en Jojo’s, que todavía tiene luz y nos vamos a la habitación.
Nos duchamos y lavamos la ropa-mártir que lleva dos días
pegada a nuestra piel –ya literalmente-. Son las diez de la noche. Me pongo a
escribir y me quedo dormido con el ordenador en mi regazo y los dedos sobre las
teclas. Es lo que hay.
Bieen! Ya estoy aquí para leer todas las entradas! :)
ResponderEliminarMuchos besos!
Que pareja de aventureros , que salga todo muy bien . Besos
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