Un día más, hay
que madrugar. A las siete y algo el teléfono canta la canción de Blur. Nos
sacudimos la pereza del cuerpo en lugar de pararnos en las horas de sueño
atrasado que se van acumulando y desayunamos en Blue Sky. El clásico desayuno.
Ñam.
Cogemos el metro
y nos plantamos en el cole a eso de las 9. A la hora programada. Hoy los niños
tienen película de terror: toca vacunar. Esta vez es la hepatitis A. Nos cuesta
como 1800 euros, por cierto.
Se van
repitiendo escenas del año pasado: la misma enfermera, el mismo tipo del
laboratorio, las caras de miedo de los niños… Este año en lugar de la
enfermería (donde se quedan currando Ana y Conchita) las ponemos en el despacho
del Brother. Se puede decir que en general los niños lo van llevando mejor,
algunos de los que lloraban el año pasado se limitan a fruncir el ceño –sobre
todo si hay otros niños mirando-. Los hay que juran en arameo y nos mientan
hasta a los muertos. Para los niños nuevos todo es difícil, entran muertos de
miedo. Sin embargo, siempre hay algún chiquitín que nos sorprende, aprieta los
dientes y consigue no llorar. Javier, que es quien los acompaña, los sujeta y
les da el caramelo, les dice que son leones y los chiquitines salen tan anchos
(y algunos entre aplausos, jaja). A otros les entra el pánico y hay que
perseguirlos por el patio y luego agarrarlos entre tres.
Se nos ocurre la
brillante idea de ir haciéndoles una foto –por si elaboramos fichas- antes del
pinchazo, así que la mitad sale llorando o con expresión de haber visto un
zombi. Todo un cuadro. Menos mal que a medio trabajo la cámara de Maite se
quedó sin batería.
Como somos
bastantes para relativamente poco trabajo y ya no tengo fotos que hacer, acabo
yéndome al patio a jugar con los niños al baloncesto. Juego un rato hasta que
no me queda energía y empiezo a ver lucecitas. El calor es salvaje. Mi ropa
vuelve a estar empapada como si saliera de un cubo de agua y he cometido el
error de no traer recambio. Una mikelada. Me salgo afuera para comprar agua
–lógicamente estoy deshidratado- y a esas horas los puestos están cerrados.
El Brother nos
tiene preparada una mesa llena de fuentecitas con cosas como frutos secos,
guisantes, cebolla, pimiento, ajo frito, gambas, patatas fritas. Además de
nuestro maravilloso arroz con lentejas. También hay aceite de oliva. Me bebo un
montón de vasos de Sprite. La comida es una delicia. Estoy muerto pero la vida
es bella.
El Brother se
ríe cuando le decimos lo buena que nos parece la comida y hace ese gesto tan
suyo de extender las manos hacia adelante, como diciendo, es para vosotros.
Hablamos y nos relajamos. Estas pausas son momentos maravillosos en los que se
para el tiempo y nos limitamos a disfrutar del descanso y de la compañía de los
demás. Se ve en la expresión de nuestras caras que estamos a gusto, felices de
estar aquí y que nos sentimos apoyados y arropados. Un buen grupo, sí señor.
Como siempre,
tenemos un problema. Resulta que no hemos vacunado a todos los niños porque
algunos de ellos van a otro colegio y tienen clase el sábado por la mañana.
Ahora que llegan al cole, ya se ha ido la enfermera. Ana y Conchita se ofrecen,
cómo no, a vacunar ellas mismas. Juego, mientras tanto, al baloncesto con
Javier y un grupo de niños. Se me vuelven a fundir los plomos. Estoy muy viejo
para esto. Una massi, que me debe haber visto muy mal, me trae una coca cola y
me la bebo. Meto la cabeza debajo de un grifo. Los niños de parten de la risa
porque estoy tan rojo que parece que voy a explotar.
Las chicas se
reúnen con el doctor (Saha), que ya ha llegado al cole. Estiro un rato y juego
otro rato al baloncesto, jajaja, esta vez con Dani –juventud, divino tesoro- y
otro grupo de niños. Está claro que no escarmiento. Mi ropa recibe la tercera
sudada. Todo un poema. Javi promete que esto no lo vuelve a hacer. Supongo que
también está muy viejo para esto.
A eso de las
seis, Maite y lo que queda de mí nos vamos al aeropuerto para buscar a Mónica y
Paula, que son nuevas. Estoy agotado y tengo la ropa pegada al cuerpo. Maite me
mira de reojo como diciendo “estás tú bueno…”.
Nos vamos a la
parada de rickshaws y de ahí al metro (Uttan Kumar), donde hay una parada de
taxis. Nos tenemos que pelear un buen rato con un fulanito para dejar el precio
en 350 rupias. Luego, el fulanito se tiene que pelear con un grupo de fulanitos
taxistas porque aparentemente no era su turno, le tocaba a otro. Hay un momento
en que se enganchan y Maite me mira de nuevo de reojo –bien saben ustedes que
Mai y yo no necesitamos muchas palabras-. Esta vez su mirada me dice algo como
“estos ahora se dan de hostias y nosotros en medio”. Afortunadamente, la sangre
no llega al río y el fulano consigue salir del aprieto a empujones y con unas
cuantas amenazas y juramentos detrás.
Si el caos en
Calcuta es indescriptible cualquier día a cualquier hora, lo de hoy es de
proporciones bíblicas. No sabemos qué coño pasa pero no hay manera de que la
cosa avance. Y miramos el reloj y la cosa sigue a ritmo de caracol. Y volvemos
a mirar el reloj y mira que estas están ya a punto de aterrizar. Y miramos el
reloj una vez más y no sé yo si llegamos a tiempo. Y cláxones y más cláxones y
muchos más cláxones y toda la ciudad es un jodido atasco. Y así todo el
viajecito. Una hora y tres cuartos. El avión aterrizaba a las siete y llegamos
al aeropuerto como a las ocho.
Buscamos entre
el gentío y no vemos dos mujeres blanquitas. No sabemos si aún no han salido o
si han salido y se han ido. No tenemos manera de contactar con ellas. Miro el
teléfono por si acaso. Nada. Maite tiene el suyo sin batería. Estupendo.
Miramos y esperamos y no sabemos muy bien qué hacer. Maite saca el ordenador
portátil y le conecta el móvil a ver si carga un poco.
Al final, cuando
no sabíamos ya muy bien qué hacer, las dos chicas aparecen. Bienvenidas a
Calcuta. Menos mal que han llegado con retraso… Compro el billete de taxi dentro,
después de un buen rato de cola, porque el taxi prepago tiene un precio normal
(250 rupias) mientras que fuera nos pedían como 600. Nos vamos al Sunflower. A
casa. Mientras las chicas se registran, me pego una ducha. Estoy hecho un
cromo.
También han
llegado al hotel Isa y Óscar. Mucha alegría por estar juntos de nuevo (dos años
después).
Cenamos en el
Jojo’s. Yo prometo solemnemente que es mi última cena allí, que a partir del
día siguiente me independizo y empiezo a comer cosas interesantes lejos de
Sudder.
Maite y yo,
muertos de cansancio, pasamos nuestra última noche juntos en la habitación.
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