Mi teléfono
yanqui fabricado en Asia suena a las 5.15. Eso hace un total de apenas cuatro
horas y media de sueño. Menos da una piedra. Me está bien por escribir de
noche.
Dos furgonetas
nos esperan afuera. En una viajamos el Brother, Ana, Javier, Ambar (traductor)
y yo –aparte del conductor-; en la otra, Maite, Concha y Dani. El viaje
transcurre tranquilo y rápido, a estas horas hay poco tráfico. Menos de cuatro
horas con pausa para el té y unas galletas. En lugar de dormir en la furgo,
como hace el resto de la gente, me paso el camino hablando con Ambar. Es un
tipo indio de 23 años de edad que quiere hablar muchas lenguas –ya habla con
soltura inglés y español-, viajar por muchos países, aprender mucho y ser
director de cine. Una buhardilla bien amueblada, me parece a mí.
Llegamos a
Sunderbans. Cómo describir algo que es indescriptible… Sunderbans es el nombre
de un área situada en la selva de Bengala. Se encuentra en el delta del Ganges
y está formada por islotes, algunos accesibles por carretera y otros solo por
el río, en barcas. Aquí se encuentran los 200 últimos ejemplares de tigre de
Bengala, así como cocodrilos, serpientes y demás fauna selvática. Allí donde
miro solo veo agua –río, lagunas, campos de arroz- y una vegetación exuberante,
muy verde, llena de palmeras. De alguna manera, el tiempo se ha detenido aquí.
Las furgonetas
se paran en mitad de un camino. Hemos llegado. Aparece Sidarta, el encargado
del dispensario, con una sonrisa de oreja a oreja. Allí estamos con nuestras
mochilas, nuestra bolsa de comida y nuestros 50 litros de agua. Delante de
nosotros una pista de barro. Esto va a ser divertido. Maite resbala y rompe su
sandalia. Yo tomo nota y me las quito (las sandalias de la ducha son el único
calzado que he traído a la selva). Cojo mi mochila y una garrafa de agua. Mis
dos primeros pasos son resbalones. Los pies se me van para todas partes. Sidarta
amaga con llevarme agarrado de la mano, pero escapo. Casi prefiero caerme con
dignidad y elegancia. Bueno, con dignidad. Jaja. Me pongo en modo Surf, o sea,
flexionado y preparado para la costalada. Un hombre mayor, que se lo está
pasando pipa con mis torpes maniobras para mantenerme en pie, me indica el
truco: hay que flexionar los dedos de los pies, en posición garra de águila,
para agarrarme al suelo. Pruebo y la cosa funciona bastante bien, así que acabo
cogiendo ritmo, a pesar de dos o tres resbalones. Mientras tanto, Ana se
estampa. Le toca pagar cena, jajaja.
Llegamos al
dispensario/escuela, una estructura de ladrillo, cemento y techo de paja (la
parte de abajo la hizo el cerdito trabajador y la de arriba el cerdito gañán,
no sé qué pasará cuando venga el lobo. O el tigre). Está formada por 6
habitáculos (no llegan a habitaciones) que sirven de aula, dormitorio,
despacho, consulta médica, consulta homeopática o sala de reuniones, según se
tercie. No hay sillas ni pupitres para los niños, que trabajan sentados en el
suelo, sobre una esterilla. En lugar de ventanas, hay unos huecos hechos en la
pared con los propios ladrillos. De lado a lado, se ha construido una especie
de corredor de poco más de un metro de ancho cubierto por la propia estructura
del techo de paja.
Enfrente del
dispensario hay un espacio formado por hierba y barro, donde los niños corren y
juegan descalzos y no se caen. Manda huevos. Yo al segundo paso estaría en el
suelo todo lo largo que soy. A un lado hay una fuente-bomba de hierro, como las
del Oeste. La fuente, ese punto de agua potable –el año pasado se analizó y,
efectivamente, lo es- es una especie de centro neurálgico de vital importancia.
A su alrededor hay un tráfico constante de gente que viene y va, se lava,
friega, habla y carga con cántaros de agua.
Hay que tener en
cuenta, para hacernos una idea, que la electricidad, el agua potable y la
telefonía móvil –por poner tres ejemplos de necesidades básicas- han llegado a
esta zona en los últimos 3 o 4 años. La fuente es nuestro único suministro de
agua.
Nuestro
dormitorio es uno de estos habitáculos oscuros, de unos 20 metros con un par de
mesas y dos tableros que nos servirán de cama. No tenemos enchufes, cuarto de
baño ni grifos. Afuera hay una letrina. Permítanme ahorrarme la descripción del
lugar y su olor. Digamos que es un lugar que despierta muy pocas fantasías
eróticas, vamos.
Vemos a los
niños en las pequeñas aulas. Esos ojos oscurísimos, expresivos, llenos de
alegría y curiosidad cuando nos ven. Y algo de miedo y vergüenza también.
Hablamos con
Sidarta y Shibu (encargado del cole). A las tres llega el médico. Lo hemos
contratado para una visita a la semana en la que ve a 50 niños (¡¡¡¡). Hablamos
con él. Claro, uno dice “hablamos” y yo qué sé, te imaginas a unas personas
hablando y ya está, pero no. A ver, voy a intentar describir la cosa. Nos
metemos en el oscuro y minúsculo habitáculo-cabaña ese (en el que será nuestro
dormitorio) el Brother, Ana, Concha, Maite, Dani, Javi, Sidarta, el traductor
–mourinho- y yo (no me pregunten cómo cabíamos) y todavía tenemos los huevos de
poner una silla en medio para que se siente el doctor y empiece el
interrogatorio, mitad en inglés, mitad en bengalí, con Ambar traduciendo de
todas las maneras. Una estampa, al hombre le sudaban hasta las gafas.
Bueno, al final,
el hombre entra en la consulta –que hay cola- con Ana y Conchi haciendo marcaje
a toda cancha y los demás nos quedamos fuera, sentados en sillas y mirando el
paisaje, una postura en la que pasaremos muuuucho tiempo los próximos días. El
Brother ya no quiere hablar más y se tumba en uno de los tableros.
Afuera llueve
como el demonio y nosotros viendo la vida pasar. Acaban las clases y los niños
se van acercando poco a poco. Los más atrevidos nos tocan. Les hacemos fotos y
posan. Vienen a ver la foto en la pantalla de la cámara y se mueren de risa.
Así pasamos un rato.
Cuando acaba la
consulta, al final de la mañana, hay una nueva encerrona con el médico. Esto
nos gusta, esto no nos gusta, cómo va a hacer usted esto…
Vale. El Brother
y Ambar se vuelven a Calcuta y el médico a su casa. Los demás comemos arroz con
lentejas. Jaja. Bueno, nos ponen algunas verduras y cosas así. Super rico.
Estamos muertos de cansancio, sobre todo los que no hemos hecho nada, y nos
echamos una siesta monumental, como si nos fuera la vida en ello. Los mosquitos
aprovechan para darse un banquete. Después, Ana y Concha, que curran como
mulas, siguen viendo a niños de los que están apuntados en su lista de
pendientes mientras los demás cogemos postura y vemos la vida pasar.
Después de cenar
y de la cháchara, Sidarta y Shibu nos preparan el chiringuito. Una estructura
de red para los mosquitos, como dos peceras, sobre las tablas-cama y un
ventilador atado a la mesa con una cuerda y con dos cables enchufados al techo.
Una parte de la instalación eléctrica, por cierto, funciona con placas solares.
Ole.
Solo queda
tumbarse sobre la tabla, apretados unos contra otros (tres en cada una), con la
lluvia, los grillos y las ranas como relajante ruido de fondo.
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