Lo cierto es que ayer estaba tan roto que ni
hice la colada ni preparé la mochila, así que levanto a las siete y me encargo
del trabajo pendiente. No problemo.
A las ocho estamos desayunando y a las nueve una de las furgos del brother nos viene a buscar al hotel. Todo bien cronometradito.
A las ocho estamos desayunando y a las nueve una de las furgos del brother nos viene a buscar al hotel. Todo bien cronometradito.
El viaje a Sunderbans es siempre un poco odisea,
dando botes en un cacharro incómodo y sufriendo la conducción típicamente de
aquí: frenazo, pitidos, acelerón, pitidos, adelantamiento suicida, pitidos,
frenazo, pitidos, calma tensa, pitidos… así durante casi cuatro horas. Al final
del camino (la parte buena, una vez que, por fin, sales del infierno de
Calcuta), se pone a diluviar.
Llegamos bastante enteros, dadas las
circunstancias. Sale a recibirnos Sidarta con esa sonrisa de oreja a oreja. Qué
bueno que viniste. Luego llegan Musumi y Sibu, y, por supuesto, nos espera
nuestra resbaladiza pista de barro como de 100 metros. Guay. El que se caiga,
paga cena (el año pasado fue Ana, jaja, aunque no pagó la tía lista). Nos
quitamos las zapas para que no se las trague el barrizal. Caminamos con
nuestras mochilas y alguna que otra bolsa. El barro está caliente, a veces los
pies se hunden hasta los tobillos. Y resbala como el demonio. Es una sensación…
un poco puaj. El caso es que llegamos los tres sin problema (es que somos unos
cracks).
Moni en plena forma:
Moni en plena forma:
Allí está el edificio de ladrillo, madera y
techo de paja (cada uno de los tres cerditos ha hecho un trozo, está claro).
Saludos, sonrisas, silencio, paz. Nos sentamos
frente a la fuente y parece un premio. Sidarta nos dice que este año ha llovido
bastante menos que otros años. Estoy de acuerdo, llevamos unos días –desde que
hemos llegado- de mucho calor interrumpido a ratos por chaparrones de 10 o 15
minutos y luego vuelta a empezar. Nos dice que no es nada bueno para la agricultura.
Tenemos cero hambre, pero nos ponen delante unos
enormes platos con arroz, verduras (patatas y “ladyfingers”), un huevo cocido,
lentejas y –la novedad del año, de la que están superorgullosos- una especie de
fritura de papaya (con una textura como de cabello de ángel). Muy rico todo, la
verdad, así que hacemos de tripas corazón y comemos lo que podemos.
Luego llegará el té con sus galletitas. Y
nosotros allí sentados, en nuestro sitio de siempre, paladeando la calma del
poblado.
A las cuatro, Sidarta nos propone un paseo.
Guay. Volvemos a cruzar la pasarela de barro sin caernos. Andamos hacia el río.
Es tan difícil de explicar lo que se siente allí… Por el camino nos vamos
encontrando con más y más gente. Los niños nos siguen. Se ríen, nos tocan. Nos
encontramos a Tapan (el niño –guapísimo- del transplante de médula), con su
madre y su hermana. Nos encontramos a Soumitro (el niño al que se le está
reconstruyendo la mandíbula). Todo son sonrisas. Todo son risas. Y miras
alrededor y solo hay palmeras y campos de arroz de un verde rabioso y todo eso
te parece un pequeño paraíso. Nos sentimos felices y afortunados. En paz.
Pasamos un rato sentados junto al río
(rodeados de niños y asados de calor.
Luego nos llevan a una especie de mercado, sobre todo de verdura. Un mercado que posee la misma serenidad que el poblado. Nos va saludando gente y más gente. Aparecen algunos profes que dan clase en el proyecto (son clases de refuerzo). Les gusta hablar con nosotros, nos hacen mil preguntas, nos cuentan mil cosas.
Luego nos llevan a una especie de mercado, sobre todo de verdura. Un mercado que posee la misma serenidad que el poblado. Nos va saludando gente y más gente. Aparecen algunos profes que dan clase en el proyecto (son clases de refuerzo). Les gusta hablar con nosotros, nos hacen mil preguntas, nos cuentan mil cosas.
Al final se nos hace de noche y llegamos
molidos. El paseo ha durado tres horas.
Sidarta y compañía se ponen a preparar el
chiringuito en el que vamos a dormir. Los dos tablones, vamos. Se ponen a
fumigar y de repente empiezan a salir por todas partes y a correr decenas y
decenas de cucarachas. Mai y Moni protagonizan divertidas escenas de pánico.
Menos mal que nos lo tomamos todo con humor.
Le pregunto al profe (de inglés) con el que he
venido hablando por el camino si puedo entrar con él en clase y le parece bien,
así que damos a medias una clase de inglés a un puñado de niños de 10 años,
sentados en el suelo con sus libros y sus cuadernos. Me lo paso pipa
explicando, preguntando y corrigiendo cuadernos (mientras los ratones corren
por la estructura de madera del techo. Al final de la clase, aparece Moni y
aprovechamos para cantar un rato con los niños. Muy divertido. Para rematar la
faena, los niños cantan el himno indio y el profe pone una canción en el móvil
y hace salir a bailar, ella sola, a una niña (pertenece al grupo de baile del
que están orgullosísimos). La pobre ni siquiera pone mala cara y baila y baila
mientras todos miramos en corro y le sale estupendamente. Bravísima.
No puedo con el alma. Aunque seguimos con cero
hambre nos ponen la cena. Hacemos lo que podemos (pan, unas patatas fritas a
fuego lento y unas judias verdes, muy rico todo, como siempre). Nos preparan
las mosquiteras.
Nos tiramos, agotados, en nuestros
tablones.
Mañana será otro día.
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