27
de agosto.
Nos
vuelve a suceder lo que en el viaje de ida. Se supone que tenemos que llegar a
las cinco de la madrugada a Calcuta. A eso de las cuatro y media un indio me
despierta. Hemos llegado. Coño. Ya se ha bajado todo el tren menos nosotros,
jaja. Menos mal que es la última estación. De nuevo vamos despertando y
recogiendo a todos los niños y caminamos todos como zombis por la estación.
Dejá vu. Es todo tan surrealista y estamos tan cansados que la despedida no nos
hace sangrar mucho. Los niños se montan en sus furgonetas y se van. El Brother
nos ha dejado una para nosotros. No decimos una palabra. Jesús y Blanca se
bajan en Sudder y los demás en el Sunflower.
Así
que ahí estamos los cuatro, en el hotel a las cinco de la mañana. Sin hacer
ruido, subimos las escaleras hasta el quinto piso. Despertamos al encargado.
Nos dice que no hay habitaciones disponibles hasta las nueve de la mañana.
Toma. Nos miramos con caras de tontos –también es lo que tiene estar medio
dormidos-. Le preguntamos si podemos descansar mientras tanto en el salón de la
tercera planta. No problemo. Nos encajamos en unos sofás diminutos e
incomodísimos y nos quedamos fritos. Bueno, yo no duermo mucho ni bien, pero al
menos me sirve de descanso. Me espanta lo jodidamente mal que huelo (sigo con
la camisa y el bañador con el que me fui a la playa hace veinte horas).

Algo
antes de las nueve nos consiguen dos habitaciones. Moni y Karme siguen en la
que estaban y a mí me dan una habitación individual chiquitita pero que tampoco
está mal. La ducha es un momento maravilloso. Aprovecho para lavar la camiseta
con la que me comeré el viaje de vuelta. Llevo unos días haciendo malabares con
la ropa porque como regalé un montón de camisetas a Antonio y a los niños, solo
me quedan dos (más la camisa maloliente) y dos pantalones. Me tomo mi ratito de
relax bajo el ventilador y me voy con las chicas a desayunar.
Se
acabó la alegría. Nuestras caras ya no tienen nada que ver con lo que han sido
todos estos días. Hablamos y hablamos de lo bonito que ha sido todo, de lo
difícil que es transmitirlo a alguien que no lo ha vivido, hablamos de lo duro
que será retomar las rutinas (bueno, para mí será bastante distinto porque
acabo una aventura y comienzo otra más gorda). Algunos ojos están bastante
empañados. Nos consolamos los unos a los otros, nos agarramos las manos, nos
damos abrazos. Aunque no hace frío, nos damos un poquito de calor. Expresamos
lo afortunados que nos sentimos por haber vivido todo esto juntos. Lo abatidos
por tener que irnos ya. Tristeza y alegría en una combinación bastante
equilibrada. Y mucha emoción contenida. Nos estamos sentados allí, en Raj’s,
más de dos horas. Encerramos el tiempo en una capsulita. Reloj, no marques las
horas, por favor, reloj, por favor... No nos hemos ido aún y ya echamos de
menos todo esto. Uf. Qué momento tan hermoso. Y tan triste. Qué mierda. (Jajaja).
Nos
sacudimos de encima las emociones y nos vamos a dar una vuelta y hacer las
últimas compras. Nos encontramos a Antonio. Abrazos y alegría. No para de
contarnos cosas con las manos y con los ojos. Nos invita a un té. Coño,
Antonio, que acabamos de desayunar. Es que le hace ilusión. Vale, nos tomamos
el té. Nos vamos al New Market, a ver a Pinku. Mientras llega, nos ponen un té.
Coño, que nos acabamos de tomar uno. Pero no les vamos a hacer el feo, ya que
lo han traído. Venga. Llega Pinku y nos sirve otro té. Coño, Pinku, que me sale
ya por las orejas. Pero es que hay que brindar y tal. Ag. Vale. El tercer té en
un cuarto de hora. Total, qué más da, es mi último día, vamos a darlo todo.
Echamos
la mañana en New Market. La mayoría de los puestos están cerrados por ser
domingo pero vamos al de las especias –un clásico- y nos llevamos un
cargamento. En mi caso, toca jengibre y ajo en polvo.
De
ahí a la librería Oxford, esa librería con encanto. Acabo comprándome el libro
que no me compré el año pasado (y Malena sí). Pesa lo suyo.
Nos
vamos al barrio. Las chicas no tienen hambre sino todo lo contrario y solo se
comen unas samosas y un yogur, pero Antonio y yo nos ponemos las botas: además
de las samosas y el yogur, compramos, arroz, pan y carne en dos puestos
distintos, nos sentamos en el sitio de los yogures y disfrutamos como niños.
Todo buenísimo.
Yo
me voy a imprimir mi billete para mañana y a leer un poco los periódicos
mientras las chicas se van al Jojo’s, que tiene wi-fi, a hacer las cosas raras
esas que hace la gente con los teléfonos.
Llega
la hora de volver al hotel. Maite coge la maleta y la mochila y se mete en un
taxi. No le hace ni puta gracia, lo dice su mirada y su lenguaje corporal. No
hablamos gran cosa. Creo que algún día se quedará aquí. Moni, Karmela y yo
permanecemos un rato agarrados en mitad de la calle. Como huérfanos. Qué mierda
de día.
Y yo
me vengo a escribir un día más. Sé que es imposible describir todo lo que pasa
aquí. Como dije antes, ese fue uno de los temas de conversación del momento desayuno.
Sin embargo, tengo alma de narrador y sé que una parte de la vivencia llega al
lector. Al lector al que le interesa, claro, porque el narrador solo hace la
mitad del trabajo, la otra mitad le corresponde al receptor. A veces siento que
tengo que describir los colores usando una película en blanco y negro. Pero
algo llega.
Y
luego están las cosas que este jodido narrador se calla, claro, porque tampoco
se puede contar todo, así que ustedes no sabrán quién tuvo sexo con quién, ni
quién se cagó encima (y dos veces, para más inri), o qué persona estuvo registrada
en dos hoteles al mismo tiempo y dormía en una habitación o en otra según le
apeteciera, ni sabrán a qué pobre ser humano, que salía del servicio, le vomitó
encima (realmente encima) una señora. O quién se vuelve a casa con piojos.
Tampoco conocerán las broncas, los sapos y culebras, quién no soportaba a
quién, quién mandó a tomar por el culo a quién y todas esas cosas, ni quiénes,
cuándo, dónde y por qué tuvieron sus crisis de llanto, no se vayan a creer
ustedes que esto de la India
es de color de rosa. O de color de curry. No qué va, la convivencia no siempre
es fácil y hay días bien jodidos, en lo físico y en lo mental.
En
fin, eso, que siempre hay cosas que tiene uno que guardarse en la manga.
Ahora
estoy aquí, en mi cuartucho, con el ventilador haciendo el Apocalypse Now sobre
mi cabeza. Mañana a las cuatro y media de la madrugada (agggg) cogeré el taxi
que me llevará al aeropuerto. Y de allí a Delhi. Y de allí a Milán. Y de allí a
Madrid. Y de allí a Salamanca.
Cuando
el martes me despierte en mi casa –más muerto que vivo- el suelo se estará
moviendo bajo mis pies.
Y tendré
un par de días para preparar mi salto al vacío.