18
de agosto.
Suena
el despertador. A las seis y media esta vez. Me arrastro. Desayunamos y nos
vamos al cole. Lógicamente, no empezamos con las vacunaciones a las ocho y
media sino que nos toca esperar como una hora. A ratos me da por pensar cuántas
horas de sueño he perdido esperando para nada. Aparece el tipo que trae las
vacunas y más tarde aparece la enfermera. Entre las nueve y media y las diez
comienza el show. Maite y Moni tienen los listados y van apuntando, David se
queda en la puerta y va metiendo a los niños uno por uno –a veces a rastras,
jaja-. A mí me encomiendan coger (sujetar) a los niños mientras los pinchan.
Curiosamente,
creo que para mí este trozo de mañana es lo mejor que he vivido este año, el
momento con el que me quedaría. Los niños van pasando uno por uno. Los mayores,
muy chulitos, le ponen el brazo a la enfermera con una sonrisa socarrona como
diciendo ¿eso es todo lo que tienes?, me parto con ellos, me los llevaría al
fin del mundo. Luego van llegando los demás. Hay pequeñines que lloran y otros
que no. Algunos se ponen muy nerviosos y patalean y hay que sujetarlos fuerte,
pero la verdad es que la mayoría le echan unas agallas que es para verlos.
Algunos se cagan en todo y juran en hebreo, jaja, así que si a nuestras
familias les han pitado los oídos el sábado por la mañana ya saben por qué es.
Tengo
mi momentazo de “podría morirme ahora mismo” cuando llega una niñita y, sin
decirle nada, se sube en mis rodillas, pone el brazo para que la pinchen y me
abraza fuerte, fuerte mientras mira para otro lado. Un momento increíblemente
perfecto:
Dios, estas criaturas a ratos me emocionan tanto…
Entre
risas, lloros, pataleos y demás coñas va pasando la mañana. No terminamos hasta
pasada la una. Me siento agotado pero con la impresión de haber vivido algo
especial.
Ahí
afuera todo el mundo está ultimando los preparativos para el festival. El cole
se convierte en hormiguero de frenética actividad. Comemos algo y volvemos a
ello. Llega Antonio con el botecito de azul índigo que nos faltaba. Ole. Los
chicos le dan los retoques finales a los murales. Prueba superada. Y de ahí al
festival, que empieza a las cuatro.
Ya
saben que a mí esto de los festivales me cuesta bastante, pero bueno, hay que
reconocer que los voluntarios estaban muy ilusionados, los niños lo hicieron
muy bien y la gente pasó un momento entretenido y agradable. Además, no me tocó
salir a bailar como el año pasado, jaja. Hubo bastante gente que se trasladó
desde Calcuta para verlo y todo el mundo –participantes y espectadores- salió
de allí con una sonrisa.
A
medida que va avanzando la tarde me voy quedando sin energía. Acabo arrastrando
los pies. Me caigo por las esquinas. Hoy hemos quedado para volver a cenar en
la azotea del Sunflower. Me voy con Chus y Silvia a comprar unos rollitos a
nuestro puesto callejero preferido. El rato que tardan en prepararlos se me
hace eterno. No puedo con el alma. Llego a la habitación, lavo un montón de
ropa que tenía pendiente y me da la auténtica tiritona. Chus, que anda
pululando por la habitación, se queda a cuadros. Creo que tengo un buen
fiebrazo. Me tomo un ibuprofeno y nos subimos a la terraza. La comida está
buena, tenemos pakoras y samosas y postres ricos. Consigo dar el pego. A ver
qué pasa mañana.
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