domingo, 19 de agosto de 2012

MANY MANY COLORS

14 de agosto.

Me despierto pronto. Me vuelvo a dormir otro rato. Me vuelvo a despertar. Hoy he dormido con el aire acondicionado encendido, de perdidos al río, como siempre. Qué rico. Es cierto que luego el bofetón es más gordo, pero bueno, qué demonios, para eso lo pago.

Desayuno en Raj’s a las nueve y algo. Abundante y sabroso, no puede ser de otra manera. Tardamos un poco en reagruparnos porque unos han madrugado y están haciendo cosas por otro lado y otros hemos remoloneado más y llevamos otro ritmo. Aprovecho para ir a Internet, colgar un par de entradas y leer un poco los periódicos. No parece que sucedan muchas cosas en el mundo durante el mes de agosto.

Hoy el trabajo de mi grupo (del club del Sunflower: mi Moni, Karme, Maite, David y yo) es comprar un cargamento de cositas que se puedan vender en España. Montaremos (montarán, coño, que yo estaré en Casablanca) un mercadillo y la pasta que se saque irá para el proyecto, obviamente. Hablamos con los Tirupati, les explicamos lo que queremos y para qué lo queremos y ellos se comprometen a hacernos precios especiales muy cerquita de sus precios de coste. Nos llevan a su almacén. Pueden imaginarse cómo es un almacén de ropa y regalos en la India. Venga, va, hagan un esfuerzo. Imaginen una habitación. Treinta metros cuadrados, pongamos. Techo alto. Imaginen cientos de bolsas transparentes de plástico llenas de cosas de colorines. Por todas partes. Imaginen estanterías metálicas de esas cutres, medio caídas, algunas sujetas con cuerdas y llenas de pequeños objetos apelotonados por todas partes: cuadernos, figuritas (muchos elefantes), cajitas, paquetes de té, de incienso… Tapices y bolsos colgados por las paredes. Una especie de enorme alfombra en el medio. Grandes sacos llenos hasta arriba de pedidos que se enviarán acá y allá. De hecho, los muchachos nos dicen que si necesitamos algo, les mandamos un e-mail y nos lo envían a España. El reino del caos.
Nos marcamos un límite de 25000 rupias, algo más de 350 euros. Y empieza el show: a ver, enséñanos bolsos por ejemplo, y empiezan a desfilar bolsas y bolsas y bolsas llenos de bolsos (suena bastante redundante, ¿no?). Many, many colors. Bolsos de todas las formas, tamaños, diseños y colores –ya lo creo que de todos los colores- desparramados a lo largo y ancho de la sala. Queremos cinco de estos, diez de esos y otros diez de los de allá. No, ese color no, mejor aquel. A cuánto nos los dejas. A cuánto los podríamos vender. Cuáles tienen mejor salida. Maite lo va apuntando todo en su cuaderno. Costes y posibles beneficios. Vale, hemos acabado con los bolsos. Los muchachos los recogen todos, vuelven a sus bolsas y a sus montoneras. Hala, pasamos a las cajitas, esas como lacadas, de colorines. No están metidas en bolsas, sino sobre los estantes. Vamos cogiendo, a veces montamos numeritos de equilibrista para llegar, y eligiendo: cinco de estas, cinco de aquellas y cinco de las grandes. Cuentas y más cuentas. Y luego vienen las carteras y los tapices y las colchas y las fundas de cojines y sobre todo los pañuelos. Colores y colores y colores hasta que te hace casi daño a la vista. Porque los colores en la India son explosivos, se ven a lo lejos. La intensidad y la riqueza y los matices y los brillos son brutales. Many many colors.
El tiempo pasa volando allí tirados, rodeados de telas y bolsas y sacos. Sumergidos en colores. Aparecen bolsas, se vacían y se desparraman por el suelo, se recogen, aparecen muchas más y se vuelven a vaciar y se vuelven a recoger. Los colores nos salen ya  por las orejas. Recogemos y nos vamos, que se nos hace tarde para irnos a Kobardanga. Un ratito para tomar unos noodles con verduras y un zumo de lima en la calle, frente al Hilson Hotel (que es donde se alojan la mitad de los voluntarios). Noodles + zumo = 40 rupias = algo menos de 60 céntimos. Ñam.

Metro más rick más caminito hasta el cole. Al rato, el enjambre de niños revoloteando alrededor. Uncle, uncle, auntie, auntie… Me los llevaría a todos. Por cierto, se me olvidó decir en la entrada de ayer que la mayoría de los chicos del cole estuvieron viendo el partido de basket (y animando a España, qué ricos, por dios) y al día siguiente, o sea, ayer, no pararon de decirnos que perdimos y qué pena y tal. Los mayores sobre todo, te iban recordando mogollón de detalles que se les quedaron y acabamos hablando de defensas abiertas y cerradas y zonas y unos contra uno, de equilibrio entre juego interior y exterior, de ritmo, del juego colectivo y el pase extra. Una gozada. Cuando hablamos no pierden detalle, escuchan atentamente desde la primera a la última palabra, se quedan con todo.
Bueno, pues eso, que el tema del baloncesto aún sigue coleando y hablamos otro ratito. El baloncesto está siempre ahí. El patio del cole está en el centro, la vida del cole gira a su alrededor y es un campo de baloncesto y las dos canastas lo presiden todo. Si nos sobran cinco minutos, los pasamos echando unos tiros (no de los de la Winehouse, de los otros). Quieren que les enseñe esto y lo otro, el tiro saltando hacia atrás, la bandeja a aro pasado, la entrada pasando el balón por detrás de la espalda… para poder imitarlo. Todos quieren que les mire cuando tiran, quieren exhibirse. Me retan con el tiro de larga distancia. A ver quién la mete desde aquí o desde allá.

Bueno, que me pongo a hablar de esto y me pierdo. Vale, va una adivinanza, a ver cómo están de ágiles hoy. Adivinen qué nos pasó cuando nos fuimos a trabajar en el mural. Sí señor. Al final resulta que son ustedes más vivos de lo que parecen, jajaja. Claro, Bubai, que es el encargado de dibujar el mural, se vuelve a ir al médico. De nuevo al traumatólogo. Hay-que-joderse. Por cierto, parece ser que le van a operar del hombro este finde. Silvia y yo, que ya tenemos experiencia en el tema, le explicamos un poco cómo es la cosa y sobre todo hacemos hincapié en lo importante de hacer  bien la rehabilitación para recuperar bien el movimiento de la articulación (aunque nos tememos lo peor, visto cómo funcionan las cosas en este país).
Al fondo que pintamos ayer le damos otra capa (un amarillo más vivo) y también pintamos el fondo del otro, un fondo en dos mitades. En una de ellas queremos hacer un azul oscuro –llámenlo índigo, si les apetece- y nos sale un gris raro. Bof, qué se va a hacer.
Aunque me gusta mucho la literatura contemporánea, tengo que reconocer que los clásicos de vez en cuando tienen su aquel, así que –tanto ayer como hoy- les hago a los muchachos la de Tom Sawyer. Me pongo unos guantes, agarro una brochita y me pongo a pintar. A los cinco minutos no hay brochas para todos los niños que quieren pintar también. Acabo cediendo mi brocha a alguien (te haré el favor, vale, ya que me lo pides por favor) y miro cómo trabajan, jaja. Lo podemos llamar coordinar, si quieren. El trabajo fluye y sale bastante bien. Ya tenemos los fondos, ya solo nos faltan los dibujos, jaja. Y en teoría tenemos dos días para ello.  De peores habremos salido.
Limpiarlo todo vuelve a ser el trabajo más pesado, y eso sí que lo hago yo porque el disolvente no es como para ponerlo en manos de cualquiera.
Juego un rato al baloncesto mientras arranca el coro. Que no arranca, claro, que nos manejamos con nuestros principios de Murphy, modelo indio, es decir, que esta vez las niñas no llegan hasta las seis y diez (recuerden que la cosa tenía que arrancar a las cinco y media y terminar a las seis y media). Así que hay que fabricar el milagro de todos los días. Por cierto, Maite nos dice que el viernes quieren que los niños canten en el cole para que los escuchen los profes y demás personal. Muy bien. Hay que ventilar la cosa con solo un ensayo más. Un ensayo. Joder. Más difícil todavía. Moni, Karmelita y yo tendremos que rizar el rizo del rizo.

Volvemos al almacén de los Tirupatis para acabar de comprar lo que dejamos a medias. Aún nos gastamos otra hora y pico allí tirados.

Hoy nos juntamos doce voluntarios en la terraza del hotel para cenar juntos. La propuesta es que cada uno –o cada dos- lleve comida en plan sorpresa y piquemos de todo.
Pienso en comprar hojaldres de verduras en el Kathleen’s, pero está cerrado. Coño. Recorro el barrio musulmán de arriba abajo como una puta, pero tampoco encuentro puestecitos con pakoras, samosas y esas cosas callejeras que molan tanto. No sé si es la hora o que mañana es fiesta o qué, pero no hay manera, se me acaba el tiempo y no encuentro qué comprar. Camino también por Park Street, pero tampoco. Y entonces se me enciende la bombilla cuando me encuentro con una tienda –nueva- de donuts. De puta madre. El postre que nadie se espera, una caja llena de donuts de todos los sabores.
La verdad es que la cena fue una gozada: agua y cerveza, momos, egg rolls, arroz, noodles, gambas rebozadas al estilo chino, e incluso una huevo-hamburguesa de MacDonalds, por hacer la coña. Y de sorpresa final, los donuts, claro. Qué risa.
Y mañana fiesta. Viva la pepa.

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