25
de agosto.
Esto
toda a su fin, señores. En un ratito hay que echar la persiana y esperar otro
año. Nuestras caras empiezan a expresarlo a gritos, aunque no digamos nada. Me
temo que he dormido poco y mal. A las siete de la mañana Maite y yo ya tenemos
el equipaje preparado. Allá abajo aún no ha aparecido el de los desayunos. Me
hago una ronda por las habitaciones. Los niños están prácticamente listos, así
que bajamos sus equipajes a una de las habitaciones de las niñas. En la otra,
colocamos el equipaje de ellas. Hay un rato de vaivén bastante frenético, en
plan hormigas yendo de un lado a otro.
Hoy,
la diarrea ha saltado de Blanca a Jesús, que ha pasado noche toledana, así que
se incorpora un poquito más tarde. Vamos desayunando. Todo con calma, que
tenemos todo el día por delante. Para cuando acabamos y estamos listos ya son
las nueve. Me cojo por banda a los chicos y unos balones y nos vamos a la
playa. El cielo está oscurito pero no acaba de decidirse del todo a llover.
Menos mal, porque no tenemos plan B. Los muchachos corren, saltan, se ríen y
disfrutan como si fuera el último día de su vida. Como deberíamos hacer
siempre, vamos. Me planto allí –de vigilante de la playa, que dice Moni- y me
dejo fascinar por tanta alegría en estado puro, sin adulterar. Intento no
mojarme pero acabo con el bañador y la camisa mojados. Da igual, ya se secarán.
Moni y Karmela se han sentado en la playa y están con un grupo haciendo cometas
pequeñitas con hilos de colores. Maite también está hipnotizada, junto a la
orilla, viendo cómo disfrutan nuestros pequeños. Porque en estos momentos son
nuestros y de nadie más. Me escapo un rato a Internet y cuelgo algunas
entradas.
Los
niños se van duchando poco a poco, los niños en una habitación y las niñas en
la otra. Los niños son más (13 vs. 8) pero acaban antes, en eso la India es como todos los
sitios del mundo. Nos los vamos llevando al restaurante –Pink House- en tandas.
Hoy toca comer noodles, para romper un poco la rutina. Están bien buenos (y las
pakoras que nos pedimos de acompañamiento están de muerte).
Por
cierto, los voluntarios pagamos por estos cuatro días y tres noches, incluyendo
hotel y comidas, unas 2000 rupias (apenas 30 euros). Nada mal.
Después
de comer hacemos un poco de tiempo. Un grupo de niños se ha ido con un amigo de
Jesús a dar una vuelta por la playa y por un momento se me hace un nudo en el
estómago porque no los encuentro. Luego aparecen y la sangre vuelve a circular
de nuevo.
Nos
damos un paseo (los seis voluntarios y los 21 niños) hacia el templo de
Jaganath. Después de un rato de camino, nos damos cuenta de que en realidad
está en el quinto pino y acabamos montados en dos rickshaws. Sí, en dos, la
cuenta da a 13,5 personas por rickshaw, no pregunten cómo coño es posible, paso
de intentar describirlo. La media persona quizás fuera yo porque tenía apoyado
un trocito de culo y el resto del cuerpo fuera, pero ya saben ustedes que a mí
estas cosas me motivan mucho. Me siento Indiana Jones. O su padre, depende del
momento.
Llegamos
al templo, que viene a ser como todos los templos. Y allí donde hay un templo
siempre hay mercaderes. Nada nuevo. No podemos entrar porque es solo para
hinduistas, así que aunque a alguna niña le hubiera apetecido pasar, se tuvo
que quedar con las ganas porque no la íbamos a dejar entrar sola, como es
natural. Nos damos una vuelta por los interesantes alrededores, bulliciosos,
malolientes (cosas de las numerosas vacas) y con mucho encanto.
Nos
cogemos otros dos ricks de vuelta (de nuevo, 13,5 personas por vehículo) y nos
plantamos en el hotel. Nos sobra como una hora de no hacer nada. Compramos como
100 rebanadas de pan para untar Nutella cuando estemos en el tren. Los niños
andan por ahí tirados cada uno a su bola. Unos cuantos juegan con globos.
Comienza a diluviar con toda su alma. Truenos y relámpagos. Hemos quedado con
el autobús a eso de las seis pero aparece como media hora tarde, cuando el
Brother –que es muy cagaprisas, todo hay que decirlo- empezaba ya a subirse por
las paredes.
Llegamos
al tren como con hora y pico de antelación. Blanca y yo estamos en un vagón con
cinco niños cada uno. El resto andan por ahí dispersos. Me gusta mucho ese rato
un poco caótico de ir colocando a todos los niños en su sitio, ayudarles a
acomodarse y comprobar que están bien.
Hacemos,
cómo no, una de nuestras indiadas (es que a veces es pa’ vernos, de verdad):
Moni, Maite y Karmela compran en la estación comida para todos los niños. Un
montón de bolsas llenas de arroz biryani. Los niños se lo comen. Cuando se lo
han comido nos enteramos de que en este viaje la cena está incluida en el
precio. Ole y ole. A eso de las nueve, los niños de nuestro vagón están todos
fritos. Demasiadas emociones. Ni cena del tren, ni Nutella. Viva la pepa.
Blanca se sienta con una familia india –de clase media tirando a alta- y se
pasa unas horas rajando por los codos. Se lo pasa pipa. Me tomo un sándwich de
Nutella y aprovecho para subirme a mi litera y leer un rato. No tardo mucho en
quedarme frito yo también.
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