17
de agosto.
Levantarse
a las seis menos cuarto de la mañana con todo el cansancio acumulado es una
odisea (en el espacio). Bajo con los ojos pegados. La furgo que nos iba a
recoger a las seis aparece más allá de las seis y media (faltaría más). Y
gracias. No decimos ni mu en todo el viaje porque estamos los cinco medio
sobados.
Llegamos
al cole. Como da la casualidad de que no está diluviando vamos a cantar en el
patio, delante de niños, profesores y demás. Hacemos un ensayo rapidito. Los
niños no acaban de arrancar, están nerviosos y encogidos.
A
las ocho comienzan las ceremonias. Los niños forman en filas, en plan militar.
Tres de los chicos mayores se plantan delante de un micro, leen la frase del
día (La vida es corta pero si sabes
gestionarla es suficiente) y la comentan. Cantan todos una cancioncilla que
no sé si es una oración o un himno o ninguna de las dos.
Por
cierto, tiene pinta de ser uno de esos días de calor de los de dejarte KO en el
primer asalto, como Tyson en sus buenos tiempos, que salía al ring como un
búfalo y la peña contaba los segundos que tardaba en tumbar al pobre pardillo
que se ponía enfrente.
Presento
el concierto. El micro está bajo para mí, forcejeo un poco con él pero sigue
estando bajo. Vale. Me pongo en posición chepa. Es un placer para nosotros
presentarles al coro de Nalanda y tal. Que empiece el espectáculo. La cosa
funciona bastante bien a pesar del canguelo que tienen los pobres niños y lo
bajito que cantan.
De
premio salimos al camino y nos vamos a una especie de chozos donde compramos
café, tostadas, galletas y palmeras. Nos cuesta como 20 céntimos a cada uno.
Nos encanta. Es uno de esos momentos mágicos, para meterlo en una cajita y
guardarlo para siempre. Estamos allí los cinco (Maite, Moni, Karmela, Chus y
yo, la créme de la créme) medio sentados medio tirados, comunicándonos –sobre
todo con miradas y sonrisas- con la gente. Dos hombres, una mujer y dos niños
infinitamente humildes. Chus saca un par de globos de la mochila y comienza a
desplegar su magia habitual. Nos reímos, hacemos fotos. Estamos tan cansados
como felices, metidos en una burbuja en medio de la nada.
Nuestro
trabajo de la mañana es clasificar y colocar en bolsitas un montón de ropa que
se ha comprado para los niños. Y llega la auténtica escena india –por si
alguien lo dudaba-: uno –todo el material está en el despacho de la manager;
dos –solo la manager tiene la llave; tres –la manager no viene hoy al cole. A
Maite se le queda exactamente esta cara:
Nos
vamos al comedor. Maite curra con el ordenador. Chus hace pulseras. Moni y
Karme preparan máscaras para su taller. Yo pongo música –un poquito de WInton
Marsalis con Eric Clapton- y escribo en el indiario, a ver si voy recuperando
el trabajo atrasado. Nos lo tomamos con humor y calma, que es lo aconsejable en
un país como este.
La
última sesión de taller transcurre con tranquilidad. Las niñas ensayan un rato
su baile para el festival de mañana y los niños dejan prácticamente terminado
el mural, a la espera del azul indigo, que es el único color que nos falta.
En
lugar de quedarme en el coro me vuelvo a la ciudad a ver si consigo la pintura.
Me encuentro con Antonio y nos vamos a Esplanade. Damos catorce vueltas y no
sirve para nada porque Chus y yo estamos tontos y estaba buscando la pintura
que no era (pensábamos que estábamos usando plástica y era acrílica). Oh.
Última
reunión en el Hilson. La segunda tanda de vacunas iba a ser hoy pero no
aparecieron –qué raro-, así que las pondremos mañana por la mañana (a las ocho
y media… ag). Moni, David y yo nos apuntamos con Maite. Un madrugón más o un
madrugón menos qué más da ya. Uf.
Me
como un exquisito egg vegetable roll de los que preparan en la calle antes de
volver a la habitación. No recuerdo bien si me quedo dormido o me desmayo.
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