jueves, 23 de agosto de 2012

EL VIAJE A PURI

21 de agosto.

Los seis del club de Puri desayunamos en un Blue Sky al que le falta su enorme puerta de cristal. Circula una leyenda -urbana- que dice que una mañana llegó Mikel de mal humor, le metió un trallazo a la puerta y la rompió en mil añicos. De hecho, de vez en cuando alguien se me acerca y me pregunta si es verdad.
Verán, es cierto que no siempre soy el tío más amable del mundo, es cierto que fui la última persona que tocó la puerta antes de que se rompiera y también es cierto que todo el mundo se me quedó mirando como diciendo “eres un asesino de puertas”, pero les aseguro que yo me encontraba en mitad del antro, a punto ya de sentarme en mi silla, a unos metros de la puerta, cuando esta hizo crack y se partió. No sé si fue una corriente de aire o un fenómeno paranormal. Sí les puedo garantizar que no tengo superpoderes, sobre todo porque no los emplearía con una puerta (no sé si arreglaría el mundo de la economía y de la política, pero la palabra carnicería pasaría a tener un nuevo significado).
Aclarado queda el suceso. Decía, pues, que los seis nos pusimos a desayunar en un Blue Sky sin puerta.

Vale, me he adelantado, volvamos a empezar. Recuerden que hoy nos tocaba hacer el check out en el hotel, así que dejamos libres las habitaciones y quedamos a las siete para dejar las maletas (las que se van a Puri por un lado y las que se quedan por otro). Les ponen unas etiquetitas y las meten en un diminuto cuarto que apesta de manera alarmante. Y es entonces cuando nos vamos a desayunar a un Blue Sky sin puerta.

A las ocho es hora de irse: Jesús y Blanca se van al cole, les toca llevarse a niños al dermatólogo; Moni y Karmela se van al cole, les toca llevarse a niños al dentista; Maite y yo nos vamos al Apollo Hospital para discutir con un cardiólogo pediatra el caso de una niñita de tres años, con síndrome de Down, que vive en Sunderbans. Padece una cardiopatía bastante seria y posiblemente necesite una operación a corazón abierto. Llevamos historial, pruebas y demás información y queremos saber si es viable, dado el alto riesgo.

Otro día de lluvia. No sé cuántos llevamos ya. Nos salimos de Sudder para coger un taxi. El taxista tiene pinta de no enterarse de nada, pero dice sí, sí, hospital. Nos dice que está a tomar por el culo (traducción libre del bengalí al español), lo cual es cierto, y que le tenemos que pagar también la vuelta. Me parece justo. El caso es que el tipo se empana y –tras casi una hora de viaje- nos lleva a un hospital que no es el que le hemos dicho. El tipo se lleva las manos a la cabeza y se queja amargamente diciendo que con el trabajo que le ha costado traernos donde le hemos mandado resulta que nos equivocamos –otra traducción libre del bengalí, que el tío no habla una palabra de inglés-. No sabemos si reírnos o llorar –una vez más-, pero a Maite se le va agotando la paciencia y se empieza a poner del hígado. Te hemos dicho Apollo, jodido garrulo, A-po-llo.
Puede ser que hayamos cogido al taxista más tonto de toda Calcuta (y desde luego, es la primera impresión), pero resulta también inquietantemente verosímil que, aunque tenga cara de tonto, nos haya tocado el auténtico listo que, haciéndose el despistado, se está currando un carretón bien currado. Maite se decanta por la segunda.

Sigue diluviando. Maite y yo apenas hablamos a lo largo del viaje (que es largo), arrellanados en el asiento, uno al lado del otro, y mirando cada uno por su ventana. Melancolía, supongo.
En un momento dado, el tío se para en mitad de la carretera, nos dice algo como one minute y sale pitando. Pausa para hacer alguna necesidad en la cuneta. Nos morimos de la risa con esta peña, de verdad.
A las diez menos algo llegamos, por fin, al famoso hospital. Ag. No me lo puedo creer. 280 rupias para el bote. Vamos de recepción a la sección de cardio. Allí nos dicen que los cardiólogos vienen lunes, miércoles y viernes. Y da la puta casualidad de que hoy es martes. Qué bien. La próxima vez llamamos antes por teléfono. O algo.
Salimos afuera con cara de tierra trágame. No para de llover. El taxista, que anda rondando por allí, nos ve salir y pone cara de que le ha tocado la lotería. Anda, coño, otra vez por aquí, fíjate tú lo pequeño que es el mundo, si queréis os llevo (traducción super libre, ¿eh?). Le decimos que ya nos ha tangado bastante y que nos volvemos en autobús. Si encontráramos alguno, claro. Vamos de acá para allá bajo la lluvia, preguntamos y nadie sabe decirnos dónde mierdas se coge un bus para ir a Esplanade. El taxista nos sigue rondando. Venga tíos, que os hago precio de amigo. Al final quedamos en que por 200 rupias nos lleva al cole. Vuelta la burra al trigo. Gen santa, qué mañanita. Le digo a Maite que hoy vamos a batir un record. No sé muy bien de qué, eso sí.

Llegamos al cole a eso de las once y media, es decir, hemos pasado casi tres horas y media metidos en un taxi. Lo flipo. Vemos un rato a los niños a la hora del almuerzo. Vemos un rato a la manager. Vemos un rato al Brother. El resto del tiempo lo pasamos tirados. A ratos en silencio, mirando cómo llueve. A ratos hablando. De hecho, empezamos a hacer balance de este año y a pensar en el que viene. Mañana perezosa y melancólica.
Vamos al comedor y volvemos a ver a los niños. Todo suena tanto a despedida –esta vez sí-. 


Esperamos un rato a ver si vienen los de los médicos. Al final comemos y los demás van llegando alrededor de las tres, cada uno con su odisea, como todos los días: que no nos querían parar los taxis, que si tuvimos que caminar con los niños bajo el aguacero, que si a dos niños les han sacado tres dientes y no han dicho ni mú (los pobres), que si me ha tocado ir a por medicamentos a no sé dónde. Y nosotros toda la mañana de relax.
A eso de las cuatro de la tarde el Brother manda a alguien a decirnos que son las cuatro, el tren sale a las nueve y nosotros todavía estamos ahí tan tranquilos, jaja. No es imposible que en cinco horas seamos capaces de volver a Calcuta, coger el equipaje y llegar a tiempo a la estación, supongo. Jua. Por si acaso, nos pone una furgo para llevarnos hasta la estación de metro. Me parto.

Blanca y yo nos bajamos en Kalighat porque quiere comprar pulseras, así que damos una vuelta y pululamos por los puestos. Blanca lo toca todo, lo pregunta todo, le sale la curiosidad por las orejas. Se lleva un cargamento de pijadas resultonas por menos de un euro. Pero se vuelve a poner a jarrear y nos retiramos de nuevo al metro. Ha sido divertido.

Me encuentro a Maite, Moni y Karme en Raj’s y nos vamos al hotel a recoger las mochilas. Mochilones, la verdad. Caminamos por Park Street, recogemos a Blanca y Jesús y buscamos la parada de autobús que nos lleve a la estación de Howrah. Sigue diluviando. Nos dicen dónde se coge y esperamos.
Bueno, a ver si consigo describir la cosa porque por mucho que uno lo cuente, si no estás allí… Seis personas tirando a grandes con seis grandes mochilas ocupan un espacio indiscutible, así que imaginen que pasa un bus, pequeño, viejo, con una sola puerta y lleno de gente hasta arriba y nos dicen que es ALLÍ donde hay que subirse para llegar a la estación. Van entrando las chicas a presión. Una, dos, venga, seguid, tres, empujad, por dios, el autobús arranca y empieza a moverse, Jesús y yo lo vamos siguiendo al trote, vamos Jesús, todo tuyo… consigue subir y meterse donde no hay sitio, el autobús empieza a coger velocidad, así que corro, salto, me agarro a las barras que están a ambos lados de la puerta y recorro una calle, así, con el cuerpo (y el mochilón) totalmente fuera del bus. El cobrador me mira bastante aterrorizado, no porque la cosa sea realmente peligrosa sino porque soy extranjero (ahora a este le pasa algo y se nos cae el pelo para el resto de nuestra vida). Me hace señas para decirme que me meta dentro. Me pregunto dónde. Una mera cuestión de física elemental. Tengo que decir que momentos como esos hacen que la vida merezca la pena (lo siento, mami, así es). Bueno, en un ratito, el interior del bus se comprime un poco más y se genera un pequeño espacio para mí. La mochila aterriza al lado del conductor, encima de la mochila de Jesús. Un viejecillo que está allí sentado las agarra para que no se caigan. Me parto con la cara de la peña, somos sardinas en lata y sudamos sin parar. Efecto sauna. Vaya show. El bus arranca brusco, frena brusco, nos estampamos a un lado y a otro, el cobrador se asoma por la puerta y va guiando al conductor en plan copiloto. Dale, frena, un poco a la derecha. Las chicas estrujan con las mochilas a la gente. Me parece un viaje realmente divertido, a pesar del sudadón.

Llegamos a la estación a las ocho y algo. El Brother ya está allí con los niños, que cuando nos ven llegar gritan como si hubieran metido gol o así. Risas y abrazos. La mayoría tienen entre ocho y diez años y se ve que no están acostumbrados a viajar porque les brillan mucho los ojos. Están como locos.
Encontramos el tren, buscamos el vagón que nos corresponde. En uno (el 10) están Maite, Mónica, Jesús, el Brother y seis niños. En otro (el 14) estamos Blanca, Karmela y yo con cinco niños cada uno. Vamos entrando y colocando a cada niño en su sitio. Es todo muy bonito, supongo que porque lo veo reflejado en sus caras. Hace un frío que pela –tenemos vagones con aire acondicionado y no se puede quitar-, así que encargamos mantas para todos. Queremos darles algo de cenar pero no pasa el servicio, no sé por qué, así que aprovechamos una pequeña parada en una estación para bajarnos unos cuantos a comprar patatas fritas y galletas.

Inciso. Muchas de las veces que les damos algo de comer a los chicos (por ejemplo, el día de la merienda) en lugar de comer se lo guardan. Siempre me ha parecido curioso. Les dices que compartan y lo hacen, pero siempre dejan como una parte escondida. Igual que las hormigas. Supongo que tienen que haber pasado mucha hambre para haber adquirido ese hábito (¿o es normal en un lugar como una casa escuela, por ejemplo? No sé). Así que antes de parar el tren en la estación aparecieron por allí galletas que se habían repartido en los médicos, por ejemplo y después de hacer las compras, algunas de las bolsitas desaparecieron bajo mantas, almohadas y demás.

Por mucho que lo intente sé que es imposible describir la ilusión y la alegría en las caras de los niños, en su lenguaje corporal y en sus cruces de miradas, así que ni lo intento.

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