jueves, 11 de agosto de 2011

ANOTHER LONG DAY


DÍA 10 DE AGOSTO

No hemos cerrado las cortinas, así que antes de las seis ya estoy despierto. Estupendo. Chus se queda en la cama porque le toca descansar. He quedado con Marian a las siete para ir a desayunar. Cuando hablo con ella es como si la conociera desde hace mucho tiempo. En el Blue nos encontramos con Isa, Óscar, Natalia y Olga y me vuelvo a tomar un café con tostadas, zumo de naranja y sándwich de tomate natural, queso y ajo.

Me siento como si me hubieran dado una paliza, el viaje en el metro se me hace eterno. Cruzo los dedos para mantenerme en pie durante todo el día. Llegamos a Cobardanga, nos esperan los niños y las massis. En unos minutos estamos ya de camino. En la ambulancia –una furgonetita pequeña- viajamos la massi de ayer, Isa, Marian y yo con diez niños (ocho niños y dos niñas chiquininas). En poco tiempo se arrancan a sudar y al rato ya hay uno que vomita en el suelo. Los demás tragan saliva, se tapan la nariz y aguantan como campeones. Siguen sudando. Cada vez van hablando menos. Otros dos se ponen también a vomitar. Van sacando las cabezas por la ventanilla, primero uno y luego el otro, por turnos. Las camisas del uniforme se les van empapando de sudor a todos. De vez en cuando unos se animan a los otros, incluso alguno ayuda a limpiar con un pañuelo. El viaje se nos hace eterno. Marian y yo cruzamos esas miradas que no necesitan la compañía de las palabras.

Cuando llegamos, los nenes parecen un rebaño de zombis tradicionales, de los que arrastran los pies (no esos cabronazos modernos que corren a toda velocidad), todo resudados, sin sangre en la cara. Pobrecitos míos. Mientras se van acoplando en la consulta, las chicas y yo bajamos a comprar agua y galletas, que se lo han merecido.

La mañana transcurre tranquila. Hay ratos en los que parlamos entre nosotros –qué fácil puede ser a veces- y otros en los que jugamos con los nenes. Me gusta la sonrisa de la massi. Pasa el tiempo, se nos va haciendo tarde. Pagamos 16.000 rupias. Ole. Hay que esperar otro rato hasta que imprimen los informes individuales de cada niño.

No hay tiempo para helados, así que cogemos dos taxis, directamente y vamos hasta el hogar. 300 rupias. En el viaje los niños, ya agotados del todo, se quedan entre dormidos y asobinados. Qué valientes son, ninguno ha dicho ni mu. Ni una queja. Siguen recordándome a nuestros niños españoles. Jua. Me los recuerdan tanto que a veces no sé si estoy aquí o allá. Jajaja.

Llegamos un poquito tarde, junto con las chicas que han descansado. Comemos arroz con cosas que me siguen sabiendo ricas o riquísimas. Una de dos. Ese ratito de complicidades. Hmm.

Mis muchachos andan por el patio esperándome. Podrían ser mis guardaespaldas. Chicos, hoy vamos a jugar al baloncesto a saco, os vais a enterar. Se frotan las manos. Subimos primero al aula para hacer unas pulseras. Escuchan la explicación con todos sus sentidos. Les pongo música –Manu Chao, Macaco- y les mola. Están tranquilos y concentrados en lo suyo, trabajar con ellos es un regalo. De repente empiezan los fogonazos y se pone a llover como llueve en los monzones, es decir, cubos de agua. Alucinante. Adiós a los juegos al aire libre. Adiós al baloncesto. Mis gemelos festejan el día libre. Hay niños de otros grupos corriendo y dando voces de aquí para allá. Se suben por las paredes. El reino del caos. Mis chicos aceptan con total tranquilidad que hoy no podemos jugar, aunque nos apetecía, y siguen con sus pulseras. Prolongamos la actividad, los que van acabando la suya piden hacer otra con colores diferentes. De vez en cuando se va la luz. Ellos ni se inmutan. En la parte final de la sesión, nos bailamos la danza de los siete saltos. No es que les encante, pero se lo toman con humor y nos siguen la corriente. Como lo prometido es deuda, Maite –que es el ángel de la guarda, dulce compañía, del proyecto- me deja su iphone, que tiene un par de canciones indias y mis chicos se ponen a bailar como si les hubiera poseído el jodido demonio. Alucinante. No me extraña que no les vaya mucho el rollo de las danzas del mundo, viven en otro ritmo.

Aparece Silvia, que es la voluntaria que nos faltaba. Ahora sí que estamos todos. All together now. La tía viene en taxi directamente desde el aeropuerto sin pasar por el hotel, chúpate esa. El taxista se pierde y tardan tres horas en llegar. Jajaja. La India tiene estas cosas.

Bueno, pues la cosa es que caen chuzos de punta y el desorden en el centro es mayúsculo. Toca ensayo de coro con Mónica. Por cierto, el teclado ya funciona. Nos dicen que es mejor no ir a la casa de las nenas porque está lloviendo demasiado, así que vamos al edificio de los dormitorios e intentamos el milagro de los panes y los peces, es decir, ensayar en medio de un follón de proporciones bíblicas, con puñados de niños corriendo y dando voces por todas partes. Me da todo igual porque como no he jugado al baloncesto estoy fresco. Aparece Jesús –no el mesías, el otro- y se apunta. La cosa funciona, de aquella manera, pero funciona. Provocamos un alboroto dentro de otro alboroto. Calcuta baila al ritmo del caos.

Volvemos degustando cada trocito de camino. Hoy cambio el plan de la vuelta. En lugar de ducharme y escribir, voy al Raj’s, cuelgo las entradas pendientes y como algo con las supernenas –Moni & Marian-. Nos reunimos. Mañana me toca organizar un taller de piojos para ir explicando por las clases. Quedamos para desayunar en Raj’s a las diez. Hago grupo con Malena, Marian, David, Olga y Cristina (que sigue bastante enfermita). Tras la reunión vuelvo a la habitación, me cuboducho y escribo un poco. Malena me explota una extrañísima ampolla -como una pecera- que tengo cerca del talón y me cura una herida que tengo en la mano izquierda.

Escribo otro poco y desaparezco en un sueño que, como todos los días, no recordaré por la mañana.

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