viernes, 26 de agosto de 2011

DESPEDIDA

DÍA 23 DE AGOSTO 
Vaya toalla. Día de decir adiós. Ya desde primerita hora de la mañana las caras empiezan a ser largas. El desayuno nos sabe a culo. Llegamos a la house y empezamos con la cocina. Olga coordina. La primera parte tiene su aquel: pelamos y picamos unas cuantas bolsadas de tomates y cebollas. Solo hay cinco cuchillos (que compró el equipo cocinero, por cierto). Aquí lo que utilizan es una especie de cuchilla vertical que recuerda a las guillotinas para cortar folios. La cuchilla no se mueve, lo haces tú. Los cuchillos tienen mucho peligro porque son curvos y cortan dedos que te cagas. Empieza a haber bajas. Cae Cris, cae Malena. Olga también se caza un dedo. Digo medio en serio medio en broma que como me corte yo, con el rollo este del sintrom, montamos una fiesta.
Llenamos cacerolas de tomate con cebolla, ajo y cilantro. El olor es glorioso. Huele a victoria, como el napalm. Hasta ahí, todo bien, a pesar de las bajas. La peor parte se la lleva el equipo que se pone a picar la carne. Se compraron los pollos en el mercado el día anterior –parece ser que ya fue de por sí una experiencia traumática porque se los fueron matando allí uno por uno- y no se guardaron al frío. Consecuencia: la carne huele a podrido, directamente. Pasarse unas horas, al calor, troceando carne apestosa. Otra experiencia religiosa.
Claro, el sofrito de la verdura iba de maravilla hasta que se añadió la carne. Ag.
Mientras tanto, me hago la última cura en la enfermería. Como mis enfermeras son muy enrolladas, me regalan el botecito con el que me curan. Es una especie de polvo de talco –para que seque la herida- con antibiótico. Guay. Me siento con las massis cocineras a pelar patatas para la cena. Lo pasamos muy bien. A todo esto, una de ellas –casada y con un hijo- me dice muy en serio que lo deja todo y se viene a España conmigo y otra –soltera- me propone matrimonio, directamente. Hm. Me lo pienso un rato y luego me da la risa floja. Las cosas que le pueden pasar a uno en una cocina…
El rato comida es un poco caótico, como siempre, sobre todo cuando empiezan a aparecer las botellas de refresco. Muchos de los niños apartan el pollo y se comen el arroz. Cuando llegó el turno de los voluntarios, casi nadie tuvo huevos de probar aquello, tan solo cuatro o cinco valientes con sentido del honor. Jaja. Hora de despedirse. Las caras ya no pueden ser más largas. Intentamos cantar juntos de nuevo la canción de los payasos –sonríe mucho, sonríe siempre- y conseguimos que suene a funeral. El réquiem de los payasos. Cojonudo. Los mosquitos me masacran sin piedad. Bah, da igual, invito a la ronda.
Primero se van Natalia y Silvia –viaje por Rajastan- y luego Moni y Marian. Los demás nos vamos despidiendo de los muchachos como buenamente podemos. No nos queremos ir, pero nos vamos. Ponte a explicárselo. De tripas corazón. En mi caso, el rollo era vale, os prometo que volveré el año que viene, pero, por dios, no os echéis a llorar, que la armamos. Mis chicos se portan como valientes –nada nuevo- y aguantan las lágrimas con firmeza espartana. Les regalo unas camisetas, un pantalón y mis zapas de tenis.
El regreso es tan alegre y divertido como una procesión de semana santa; cada uno rumiando sus penas y cerrado en su caparazón. Tengo que reconocer que durante todo el día me he sentido exhausto y vacío, como si me hubiera quedado sin vísceras, hueco por dentro. Es lo que tiene.
Ya tan solo queda hacer un poco de tiempo antes de que salga el tren. Me voy a Internet y me doy cuenta de que no llevo encima el pendrive, mierda, ya lo he vuelto a perder, por lo tanto no puedo colgar la entrada del día anterior. Malena, Chus y yo nos damos una vuelta bulliciosa, hablamos un rato con Pilar y nos largamos a la estación en taxi después de atravesar el también bullicioso barrio musulmán.
Hora de viajar. El Himalaya nos espera. El tren sale a las once de la noche y media hora después ya estamos tirados en nuestra litera.

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