domingo, 14 de agosto de 2011

SALA DE ESPERA


DÍA 13 DE AGOSTO

Dicen que al que madruga dios le ayuda pero es una mentira piadosa, eso lo sabemos todos. Nos levantamos a eso de las seis y media y nos dirigimos a nuestras cosas sin intervención divina.

Ah, ayer se me olvidó contar que Jesús me devolvió el pen, lo tenía en la habitación y era mentira que lo hubiera regalado (¿?). Ya he gastado dos vidas del paraguas y una vida del pen, a ver qué es lo siguiente que pierdo. ¿La dignidad? Jaja.

Pues eso, que nos dirigimos a nuestras cosas. Repito desayuno en Blue y nos vamos siguiendo la secuencia habitual. El equipo sigue un pelín debilitado por las bajas, quedamos en pie los seis del Sunflower (power) y siete del Hilson. Carmen sigue en el hospi y otros tres se quedan en cama. De los supervivientes hay tres o cuatro en alerta naranja. Vamos allá, espartanos. Cinco personas nos quedamos en el centro a preparar el torneo de baloncesto, si se juega, y los ocho restantes se van a llevar a los niños al zoo o al cine. Antes de ello, Chus y yo nos vamos a pegar una escapada al oculista. Llegamos a las nueve y nos dicen que solo hay que llevar a un niño, no a dos. Ok, no problemo. Nos vamos los cuatro (nene, massi, Chus & Mik) en un taxi. Les decimos a las tres chicas que se quedan que no se preocupen, que estaremos de vuelta a mediodía. Go.

Vuelve a diluviar una vez más, con todas sus ganas. Es uno de esos días de atasco monumental. Tardamos mil años en llegar al hospital. Chus se queda dormida en el taxi. 130 rupias de viaje. Vamos a recepción y nos mandan al primer piso. Nos quedamos petrificados al ver una sala de espera absolutamente abarrotada de gente. Mal rollo. Han puesto el aire acondicionado a toda castaña, así que me pregunto si nos pillaremos una pulmonía o no porque estamos bastante mojados. Hagan sus apuestas. Esperamos y esperamos. Un empleado del hospital me manda al despacho del director. Allá estoy yo con mis pantalones de deporte, mi camiseta sucia y mis chanclas de la piscina. Entramos Chus y yo. El hombre habla a Chus con entusiasmo y entrega, pero ella no entiende nada. Huelo a perro mojado y me hace gracia todo, estoy a punto de carcajearme. Ya le digo al paisano que Chus no habla inglés, que me lo cuente a mí y que yo traduzco. Básicamente quiere saber si la institución benéfica del hospital y nuestra organización pueden colaborar de alguna manera. Me comprometo a pasar el mensaje a quien corresponda.

Volvemos a la sala de espera. Sigue siendo un frigorífico. El niño, que tiene diez años, es un héroe de la mitología griega, se pliega un poco sobre sí mismo y aguanta sin decir nada. Pasa el tiempo. Chus y yo empezamos a dar cabezadas sentados en nuestras sillas. Al paso que vamos, nos romperemos el cuello. Pasa una hora, pasan dos horas, pasan tres horas… Bajamos a comprar unos ínfimos sándwiches con una lonchita de queso. Uno para cada uno. Afuera sigue diluviando. Al nene le van echando gotas en el ojo para que dilate la pupila. Le llaman. Lo examinan. Tiene desprendimiento de retina, hay que operar. Nos explican cómo es el procedimiento.

Nos mandan a otro piso más arriba. Esperamos más. Chus y yo tenemos tal modorra en el cuerpo que casi no podemos articular palabra. Lo ve otro médico y nos dice lo mismo que el anterior. Vale. Hay que hablar con otra persona más. Volvemos a esperar. Hemos perdido la noción del tiempo. Nos explica qué pasos hay que seguir –preoperatorio- y su coste –entre 15.000 y 20.000 rupias, es decir 250-330 euros-. Nos vamos. El niño sigue entero, sin torcer el gesto. Sonríe cuando salimos al calorcito de la calle. Tiene las manos heladas. Llueve con toda su alma.

Si en New York es imposible conseguir un taxi cuando llueve, entonces Calcuta es la versión sucia, cutre y decadente de la gran manzana. La New York de Oriente. Como diez minutos después, la cosa empieza a parecer una misión imposible. Estamos los cuatro en medio del aguacero y no hay manera de parar un jodido taxi. Pasan decenas y decenas de ellos, grandes y amarillos, pero siempre ocupados. Para uno y dice que pasa de ir hasta Cobardanga, que está a tomar por culo. Se larga. Pasa el tiempo. No se me ocurre nada. Para otro y nos pide 200 rupias, no negociables. Así es la ley de la oferta y la demanda. Le mandamos a la mierda. Para un tercer taxi y nos vuelve a pedir 200. Chus hace el número de las vestiduras rasgadas. Le digo que no vamos a subir de 150 y después de un tira y afloja el tío acepta. Aggggg. Hemos perdido todo el santo día metidos en un hospital.

Para cuando llegamos al centro son como las cuatro y media, es decir, ha sido una misión de siete horas largas. Además, no hemos comido (pero esta noche cenamos en el infierno). Ha dejado de llover y los chicos están jugando un torneo de fútbol, el de basket se aplaza para mañana. El suelo está empapado, unos tienen zapas y otros, la mayoría, juegan descalzos. Corren, se resbalan, se caen, chocan contra el suelo, se levantan, siguen corriendo como si nada. Los más fuertes sobreviven. Muy darwiniano. No deja nunca de asombrarme el espectacular despliegue de estos muchachos que no paran de correr y de reír. Yo de mayor quiero ser como ellos.

Acaban los partidos, el Brother entrega unas medallas, todos aplauden y todos sonríen. A todo esto, el grupo que tenía preparada la salida al zoo al final se fue con veinte niños al cine, a ver Harry Potter en 3D. Los pobrecitos se quedan a cuadros con el centro comercial, con las escaleras mecánicas, con los bocadillos que les compran (no saben comerlos, los abren y se comen lo de dentro con las manos) y con la peli y sus gafas extraterrestres. Salen boquiabiertos, mientras la gente del centro comercial les mira como a leprosos. 

Volvemos todos juntos a Calcuta. Se me hace raro porque estoy ya acostumbrado a volver con Moni. Vamos directamente al Hilson para reunirnos, en lugar de dejarlo para más tarde. Buena idea. Organizamos los grupos de mañana. El del cine se ha gastado –entre cine, comida y taxis- como 10.000 rupias. Maite está un poco preocupada, pero le digo que no se preocupe, el lunes le daremos mil euros (60.000 rupias) para seguir funcionando con normalidad.

Un ratito de Internet y nos vamos cuatro hacia el hospital. Chus y yo estamos ya a punto de desfallecer, hay que pararse a cenar. Encontramos un elegantísimo restaurante vegetariano con un ejército de camareros disfrazados (hasta tienen un enano en la puerta, no me pregunten por qué). Da pena vernos, con nuestras mochilas y nuestras chanclas, llevamos tanta mierda encima que avergonzaríamos a un gitano. La comida está rica y pagamos como 350 rupias –algo menos de seis euros-. Un día es un día.

Llegamos al hospital a las diez y media de la noche. Carmencita no ha perdido la sonrisa. Le dan el alta mañana. Una más. Repartimos besos, hablamos un ratito y nos vamos porque ya es muy tarde.

El cansancio es tan grande que nos metemos en la cama sin duchar.

Antes de cerrar los ojos pienso en una de las muchas conversaciones que he tenido por aquí. La India es un test de personalidad, decía yo. También lo es para mí. Este país me deja desnudo -sin escudos, ni cortinas de humo, ni coartadas- frente al mar de mis contradicciones. Salto. Mi cuerpo describe una parábola en el aire. Me zambullo en mi océano.

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